La voz en la pared.

Investigación.

La tarde era cálida, pero el ambiente en la sala de la casa de Ortencia estaba lejos de ser acogedor. Las tres amigas se habían reunido con la intención de hablar, de entender, de buscar respuestas, a lo que estaba pasando Matilda. Pero lo que encontraron fue más silencio.

Ortencia sirvió café con leche y pan de guayaba. Evangelina se acomodó en el sofá, cruzando las piernas con nerviosismo. Matilda, con la mirada apagada, parecía estar en otro lugar.

—¿Tú sabes quién vivía en esa casa antes que tú? —preguntó Ortencia, directa.

Matilda tardó en responder.

—No. En ese tiempo yo estaba en Europa. Mi papá nunca me mencionó nada. Solo dijo que la casa estaba vacía y que era parte de la propiedad.

Evangelina frunció el ceño.

—¿Y nunca te dio detalles? ¿Ni nombres?

—Nada. Solo que nadie la había ocupado. Que era vieja, que el dueño la vendió porque quería irse del país.

Las tres se miraron y Ortencia suspiró.

—Yo pregunté en casa. Mi tía, mi abuela… nadie sabe nada. Como si esa casa no tuviera historia, no se, no lo entiendo.

Evangelina asintió.

—Lo mismo me pasó. Mi mamá dice que siempre estuvo allí, pero que nadie hablaba de ella. Como si fuera invisible, mis abuelos no quisieron decir nada.

Matilda se encogió de hombros.

—Tal vez no vivió nadie. Tal vez son cosas que me estoy imaginando, chicas, el trabajo es mucho.

Ortencia se inclinó hacia ella.

—¿Y José? ¿Él sabe algo?

Matilda se tensó.

—No. ¿que puede saber? El se crió en su país, y conoce a Venezuela, porque se vino conmigo. y Él solo me ayuda con la granja. Está preocupado por mí, por lo que le conté, lo mismo que a ustedes.

Evangelina la miró con atención.

—¿Y no te parece que últimamente está… demasiado pendiente?

Ortencia intervino.

—Demasiado asfixiante, diría yo. Te llama cada rato. Te busca. Te sigue, es como un perro faldero.

Matilda se defendió.

—Es normal. Me ve mal. No estoy durmiendo. Él solo quiere ayudar.

Ortencia se cruzó de brazos.

—¿Y no te parece raro que justo ahora quiera estar tan cerca? Que te llame treinta veces al día…

En ese momento, el celular de Matilda vibró.
Una llamada entrante.
José.

Evangelina levantó las cejas.

—Treinta y uno.

Matilda no respondió, solo mirando el teléfono.
Lo dejó sonar.

—El estrés, los cuentos de camino, todo eso me está afectando. Pero José se porta lindo. Me cuida.

Evangelina se levantó.

—No son cuentos. Esa casa tiene algo. Y tú lo sabes.

Matilda la miró sin emoción.

—Las maldiciones no existen. Lo que existe es el miedo. Y el miedo se puede controlar.

Ortencia se acercó.

—Entonces controlemos esto. Sigamos investigando. Porque si nadie sabe nada de esa casa… es porque alguien quiere que no se sepa.

Mientras tanto el celular seguía sonando sobre la mesa como si tuviera vida propia. Ortencia lo miró con fastidio.

—¿Vas a contestar o lo apago yo? Ese sonido me está taladrando el cerebro.

Matilda lo tomó, lo miró, y lo dejó boca abajo, mientras que rechazaba la llamada.

—No. Es mejor que nos concentremos en la investigación. José puede esperar.

Evangelina se levantó, con decisión.

—Pues si queremos respuestas, deberíamos ir a ver a Josefina. Su casa está al frente. Y si alguien sabe algo, es ella, esa viejita es toda una biblioteca andante.

Las tres salieron. El sol empezaba a caer, tiñendo los campos de un naranja sucio. La casa de Josefina parecía más vieja que nunca, como si el tiempo la hubiera olvidado a propósito.

La anciana las recibió con una sonrisa torcida y una mirada que parecía saber más de lo que decía.

—¿Otra vez quieren que les cuente mis cuentos? —dijo, mientras las hacía pasar.

Ortencia fue directa.

—Queremos saber quién vivía en la casa de Matilda antes. Nadie en el pueblo parece recordar nada.

Josefina se sentó en su mecedora, suspirando.

—Cuando yo llegué aquí, a mi casa, estaba recién casada y ya esa casa ya estaba construida. Los que la hicieron eran españoles. Vinieron con dinero, con ideas modernas… pero no duraron mucho.

Evangelina se inclinó.

—¿Por qué? De seguro no aguantaron el calor.

Josefina bajó la voz.

—Porque hubo un asesinato, niñas. Tenía ya como cinco meses de casada, cuando eso pasó, el esposo mató a la mujer. Dicen que fue por celos. Que ella se veía con alguien cuando el salia a trabajar y que descuidaba a sus hijos, para pasar su rato.

Matilda sintió un escalofrío.

—¿Y los hijos? ¿que pasó con ellos?

—Se los llevaron los familiares. A Europa, creo. Nadie volvió a saber de ellos y la casa quedó sola por un tiempo.

El silencio se instaló como una sombra. Pero justo cuando Josefina iba a continuar, el celular de Matilda vibró de nuevo.

Una llamada.

José.

Josefina se detuvo. Miró el teléfono. Luego a Matilda, ya sabía quién podía ser.

—Es mejor que atiendas a tu novio, niña. No vaya a ser que piense otra cosa.

Ortencia murmuró, sin mirar a nadie.

—Menos mal que no es alguien controlador… no me imagino si lo fuera.

Matilda no respondió. Tomó el celular y Lo apagó.

Josefina se levantó con dificultad.

—Ya les conté lo que sé. Pero si esa casa sigue hablando… es porque alguien no ha terminado de escuchar.

—Josefina...

—Niña, tu José está llamando a la puerta. Deberías de ir a ver lo que quiere.

Matilda suspiro. En ese momento ya le parecía demasiado molesto su querido novio.




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