La voz en la pared.

Vacas.

Matilda se despertó con la sensación de que algo había cambiado.
Otra vez.

La lámpara del pasillo estaba encendida, aunque ella recordaba haberla apagado. El florero de la sala estaba en el suelo, intacto, pero fuera de lugar. La cortina del baño, corrida.

Eran pequeños detalles, que quizás otra persona no lo notaria, pero para ella ese mínimo movimiento de las cosas eran como pequeñas grietas.

Se repitió que era el agotamiento y que por eso su mente le estaba jugando sucio. Que el insomnio, las voces, el estrés… todo se mezclaba.

Esa tarde, se reunió con José en la granja, le pidió que hablaran con calma. Le dijo que estaba cansada, confundida, y que lo mejor sería aplazar la boda.

José se quedó en silencio y su mandíbula se tensó, a la vez que sus ojos se oscurecieron.

—No —dijo, con voz baja—. No acepto eso. ¿Hasta cuántos años más vamos a esperar?

Matilda quiso replicar. Quiso decirle que no era por él. Que era por ella. Pero algo en su mirada la detuvo. No era enojo. Era decepción y una presión que no sabía cómo quitarla.

—Tienes razón —dijo, finalmente—. La boda sigue como está. No quiero complicar más las cosas.

José se relajó. Sonrió y la abrazó.

—Solo faltan tres meses, cariño. Yo solo quiero vivir contigo. Cuidarte, no quiero que estés estresada.

Matilda se dejó abrazar. Pero no sintió alivio.
Sintió encierro y uno del que quería escapar.

—Esta bien. perdón por querer aplazar la boda —dijo con algo de culpa.

Dos días después, cuando pensó que todo iba a mejorar, el horror volvió, pero esta vez de la manera más cruel.

Dos vacas aparecieron muertas en el corral, las más productivas y unas de las más fuertes.

Los trabajadores no entendían nada, porque no había señales de enfermedad, no había heridas. Solo cuerpos rígidos, con sus ojos abiertos y las lenguas secas.

—Esto no tiene sentido —dijo uno de ellos—. Ayer estaban bien. Comieron, se movieron… no mostraron nada raro.

Matilda se acercó y las miró. Sintió que algo extraño había, no en los animales, sino en la granja, en el ambiente.

Esa noche, las voces volvieron, pero no desde las paredes, ahora parecían provenir desde el suelo.

—La tierra ya no te quiere…
—Todo lo que tocas… muere…
—Tres meses… y serás nuestra…

Matilda se encerró en su cuarto, volvió a encender todas las luces, lloro a la vez que su cuerpo temblaba. Y por primera vez, pensó que tal vez… no iba a llegar a la boda.

Al día siguiente, Matilda no quiso dejarlo pasar. Llamó a los veterinarios que atendían a todo su ganado. Dos llegaron esa misma tarde, una mujer joven de rostro serio y un hombre mayor que parecía más confundido que preocupado.

Examinaron los cuerpos. Tomaron muestras.
Revisaron los ojos, la lengua, el estómago.
Nada.

—No hay signos de enfermedad —dijo la mujer, quitándose los guantes—. No hay veneno, ni trauma, ni infección, ni señales en sus corazones. Es como si… simplemente se apagaran.

Matilda frunció el ceño.

—¿Y eso es posible? ¿un animal no se muere por que si?

La veterinaria la miró con cautela.

—No debería serlo. Pero haré todo lo posible por encontrar respuestas. No prometo nada… pero no me voy a rendir.

Matilda asintió.

—Son vacas jóvenes, tampoco es que fueran tan viejas.

Luego llamó a uno de los trabajadores de confianza, un hombre llamado William.

—Necesito que busques cómo comprar dos vacas más. Las mejores que puedas encontrar.

—¿Para cuándo? —preguntó él.
—Lo antes posible. No podemos detener la producción. El queso y la leche no esperan.

Willian se fue, y Matilda se quedó sola en el corral.
Miró los cuerpos. Sintió que algo la observaba.
No desde el monte. Desde abajo. Desde la tierra.

—Estoy loca —se dijo agitando la cabeza.

Mateo llegó al final de la tarde, ya que por medio de Ortencia, esta le había contado lo sucedido, y él decidió acercarse.

—¿Puedo verlas? —preguntó, con tono neutro.

Matilda lo guió.

—Si, ya casi se las llevan.

Mateo se agachó. Observó, pero no tocó nada.

—¿Qué opinas? —preguntó ella.

Mateo se levantó despacio.

—No lo sé. Pero esto no es normal. Y no es la primera vez que escucho cosas raras en esta propiedad.

Matilda lo miró con atención.

—¿Qué cosas?

Mateo dudó.

—Historias. Rumores. Gente que dice haber visto luces. Sombras. Animales que se comportan extraño.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Y tú crees en eso?

Mateo la miró con seriedad.

—Yo creo en lo que puedo ver. Y esto… esto no tiene explicación.

Matilda se quedó en silencio, pero en ese momento el viento sopló fuerte y las hojas se movieron como si algo pasara entre ellas.

Esa noche, las voces volvieron, una vez más. Pero ya no eran susurros. Eran afirmaciones, eran como si pudieran conocerla.

¿Quien la conoce tanto? —se preguntó Matilda mientras se decía al mismo tiempo que eso era su imaginación.




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