Matilda se sentó frente al espejo, con el cepillo en la mano y el cabello cayendo como una cortina oscura sobre sus hombros.
Tenía que verse con Mateo en menos de una hora.
Pero algo en ella no quería salir.
—¿Que es lo que me pasa? —se preguntó así misma.
Algo en ella no quería moverse y no lo entendía.
—Estás siendo muy dura con José —dijo una voz suave, dulce, como un susurro maternal—. Él solo quiere ayudarte. Está preocupado, pero te estás portando muy mal con el.
Matilda se detuvo y miró su reflejo.
—No le prestes atención —dijo otra voz, más áspera, más burlona—. ¿Preocupado? ¿Por qué? ¿Acaso olvidas lo que te hizo? ¡Es un patán que quiere controlar tu vida!
—¡Basta! —exclamó Matilda.
—Eso fue una pesadilla —replicó la voz dulce—. No fue real. No puedes culparlo por lo que sueñas.
—¿Y si no fue un sueño? ¿Y si fue algo que realmente viste? —la voz áspera se rió—. Tú le crees todo. Porque temes estar sola. Porque tus padres te mandaron lejos. Porque nadie quiso quedarse contigo, pero José no es necesario en este caso. Tienes que abrir tus horizontes.
—¡Eso no es cierto! —la voz dulce tembló, a punto de llorar—. Mis padres querían lo mejor para mí. Me enviaron a estudiar, en la mejor escuela. No me abandonaron.
—Qué tonta eres, si un internado es una escuela, ¡vaya que clase de amor te tenían! —la voz áspera escupió las palabras—. Claro que te abandonaron. Era más fácil mandarte lejos que enfrentar lo que no sabían manejar. Tú siempre fuiste una carga.
Matilda cerró los ojos. El cepillo cayó al suelo. Su respiración se volvió errática, al escuchar esas palabras.
—No… no es verdad —susurró ella misma—. Ellos me amaban. José me ama. Ustedes están complicando las cosas.
Matilda se levantó y señalo a la de voz fría.
—No me vengas con tus cuentos, porque no te creeré.
Luego se giró hacia la otra voz.
—Tú, deja de molestarme, José, solo es mi novio, también debo fijar límites. No siempre puedo ceder a lo que quiere.
Matilda se sentó y bufo.
—Todo esto es por el estrés. Por la casa. Por las voces, siento que me están volviendo loca. Y ustedes no cooperan.
—¿Y si las voces no están afuera? —dijo la voz áspera—. ¿Y si están dentro de ti?
—No —dijo Matilda, mirando al espejo—. No soy eso. No soy tú.
—Oye, no le prestes atención, ninguna de nosotras somos esas voces —dijo la voz dulce.
—Pero yo soy tú —respondió la voz aspera—. La parte que no quieres ver. La que recuerda, lo que pareces olvidar. La que sabe lo que está mal.
—Yo soy tú también —dijo la voz dulce—. La que perdona. La que quiere seguir, pero no la confundas, porque nosotras no somos las otras voces.
Matilda se levantó de nuevo, se sentó en la cama y se abrazó a sí misma. a la vez que Temblaba.
—Basta —susurró—. Basta las dos, no las quiero ver.
En ese momento, la puerta se abrió. Ortencia entró, con el ceño fruncido.
—¿Con quién hablas Matilda?
Matilda se giró, pálida.
—¿Qué?
—Te escuché desde afuera. Estabas hablando. Pero estás sola.
Matilda no respondió. Miró el espejo. Solo estaba ella. Pero por un segundo, juró haber visto dos rostros.
Ortencia se acercó.
—¿Estás bien?
Matilda sonrió.
Una sonrisa rota.
—Sí. Solo… estaba pensando en voz alta, no tienes que preocuparte amiga.
Ortencia no dijo nada. Pero en sus ojos, había miedo, ella seguía de pie en el umbral, esperando una respuesta.
Pero Matilda no la veía. No del todo, se levantó y se sentó de nuevo frente al espejo, mientras se peinaba, y dos figuras habían aparecido una vez más. No físicamente. Pero estaban allí.
Una sentada en la cama, con los brazos cruzados y con una sonrisa burlona. La otra de pie, junto a la ventana, con los ojos llenos de ternura y preocupación.
—Sé franca con tu amiga —dijo la primera, con voz afilada—. Dile que José te engañó. ¿por que no se lo cuentas? Es algo que sabes, no puedes ocultar eso. aparte que lo sientes, esa espinita. Que solo sigues con él porque no quieres quedarte sola.
Matilda tragó saliva.
El cepillo tembló en su mano.
—No es cierto —dijo la segunda, con voz suave—. No le creas. Hazme caso a mi. Ambas somos la parte que aún cree. José es inocente. Todo lo que piensas… son miedos. Pesadillas.
La primera se rió.
—¿Pesadillas? Vamos, ¿otra vez con lo mismo? ¿Y si no lo son? ¿Y si son recuerdos de cosas que quieres olvidar? ¿Y si lo que viste aquella noche fue real?
—No fue real —replicó la segunda—. Fue el miedo. Fue la casa. Fue el insomnio, porque ella tenía días sin dormír.
—Fue él —insistió la primera—. El hombre que te manipula. Que te llama treinta veces al día. Que te quiere encerrada. Que te quiere débil, es obvio que estaba acostado con su mejor amiga de colegio.
Matilda cerró los ojos.
Ortencia la llamó de nuevo.
—¿Matilda?
Pero ella no respondió.
Estaba atrapada entre sus dos yo.
—Tus padres te mandaron lejos porque no sabían qué hacer contigo —dijo la primera—. Y ahora tú haces lo mismo. Te aferras a José porque no sabes estar sola.
—Mis padres querían lo mejor para mí —susurró la segunda—. Me amaban. Me cuidaban. José también me cuida, ¿por que lo odias?
—Qué tonta eres —escupió la primera—. Te crees todos los cuentos. Te aferras a un hombre que te asfixia. Que te vigila. Que te controla, estoy segura que el mato a las vacas. Así como hizo con el pajarito.
—¡Eso fue un accidente! —exclamó la joven.
Matilda abrió los ojos y las dos figuras se desvanecieron.
Ortencia seguía allí, confundida.
—¿Con quién hablabas?
Matilda sonrió.
Una sonrisa rota.
—Quizás escuchaste mal. Solo me estaba arreglando.
Ortencia la miró con duda.
Luego asintió.
—Mejor te espero abajo. Mateo ya está en la estación.
Matilda asintió.
Pero mientras Ortencia bajaba las escaleras, ella se miró al espejo una vez más.