El sonido del martillo contra el muro resonaba como un eco antiguo. Mateo trabajaba con precisión, para poder retirar los bloques con cuidado, como si temiera que algo pudiera salir de allí.
Matilda observaba desde atrás, con los brazos cruzados y el corazón latiendo como si quisiera escapar.
—¿Esta casa tiene corredores secretos? —preguntó Mateo, sin dejar de golpear ya que el hueco empezaba a mostrar una cavidad que no debía estar allí.
Matilda frunció el ceño.
—¿Corredores?
—Pasadizos ocultos. Habitaciones falsas. Espacios entre muros, esas cosas.
Ella negó con la cabeza.
—Hasta donde sé, no. Es una casa normal. Vieja, sí. Pero sin nada raro en su estructura, creo.
Mateo golpeó de nuevo la pared y el sonido volvió a ser hueco. Retiró un bloque. Y entonces, algo cayó entre los escombros.
Era como una especie de un cable color negro, delgado, pero junto a él, un pequeño micrófono, cubierto de polvo, también cayó.
Mateo se agachó, sorprendido.
—¿Qué demonios…?
Matilda se acercó, con los ojos abiertos.
—¿Eso es…?
—Un micrófono —confirmó Mateo—. Y parece que estaba instalado dentro de la pared.
Justo cuando iba a tomarlo, un grito rompió el momento.
—¡Señorita Matilda! ¡Señorita Matilda!
Uno de los empleados de la granja entró corriendo, con el rostro desencajado.
—¡La señora Josefina! ¡Se ha puesto mal! Está temblando, no responde bien. ¡Parece que se nos va!
Mateo se levantó de golpe y Matilda retrocedió, pálida.
—¡Vamos! —dijo Mateo, saliendo de la casa.
Ortencia y Evangelina corrieron tras ellos también.
El micrófono quedó allí olvidado.
Al llegar a la casa de Josefina, una joven que trabajaba ahí estaba al teléfono, pidiendo una ambulancia. Pero Matilda, al ver a la anciana en el sillón, con los labios morados y el pecho agitado, gritó:
—¡No podemos esperar! ¡Se está ahogando!
Mateo no dudó. Se acercó, la cargó con cuidado, y la llevó a la patrulla. La acomodó en el asiento trasero, y sin decir una palabra, arrancó con toda la velocidad que el carro le permitía, mientras que las sirenas empezaron a sonar.
Ortencia y Evangelina subieron al otro vehículo. 
Matilda iba con ellas, temblando, con las manos apretadas contra el pecho.
El camino al hospital fue eterno. El sonido de la sirena parecía lejano y el miedo, más cercano.
Al llegar, los médicos la recibieron de inmediato. 
La conectaron a oxígeno, revisaron sus signos, y lograron estabilizarla. Pero el diagnóstico fue claro.
—Insuficiencia respiratoria aguda —dijo el médico, con voz grave—. Posiblemente causada por un edema pulmonar. Tiene antecedentes cardíacos. La presión se disparó y su corazón está débil.
Matilda se quedó en silencio. Ortencia apretó su mano y Evangelina tenía los ojos llenos de lágrimas.
Mateo se acercó con pasos lentos. Colocó una mano firme en el hombro de Matilda.
—Josefina es fuerte. Va a salir de esta.
Matilda lo miró. Y sin pensarlo, se refugió en sus brazos. Mateo la abrazó con cariño, sin decir nada más.
Sabía cuánto significaba esa mujer para ella. Sabía que, en medio de todo lo que estaba pasando, Josefina era su ancla. Y ahora… esa ancla estaba a punto de soltarse.
Los minutos pasaban y el pasillo del hospital olía a desinfectante y a miedo. Las luces blancas parpadeaban con un zumbido sutil, como si el edificio respirara con dificultad, igual que Josefina minutos antes.
Las sillas de espera estaban frías, de plástico duro, y el reloj en la pared parecía moverse más lento que el tiempo.
Matilda seguía en los brazos de Mateo, con el rostro escondido en su pecho, temblando. Él no decía nada. Solo la sostenía, con una mano en su espalda, la otra en su cabello, como si pudiera protegerla de todo lo que no entendía.
Entonces, la puerta del pasillo se abrió de golpe. 
José.
Su silueta se recortó contra la luz del pasillo. 
Sus pasos eran firmes, demasiado rápidos. Sus ojos, parecían más oscuros y su mandíbula, estaba tensa.
Se detuvo al verlos. Matilda en los brazos de otro hombre. Su prometida.
Suya.
Carraspeó. Una vez, pero fue eco y cortante.
Matilda se estremeció en cuanto sintió su presencia. Se separó de Mateo con torpeza, como si despertara de un trance. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, pero sin mirar a José.
Tampoco no se acercó a él. No dijo su nombre y no corrió a explicarse.
José apretó los puños. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—¿Todo bien con doña Josefina? —preguntó, con voz baja, casi amable.
Matilda asintió, sin mirarlo.
—Sí. Josefina está estable.
El silencio entre ellos era espeso. Ortencia y Evangelina intercambiaron una mirada incómoda y Mateo se apartó con discreción, dándole espacio.
Matilda, buscando aire, se giró hacia el empleado que había dado la alarma, este era un joven de rostro sudoroso, con las botas manchadas de tierra.
—¿Cómo supiste lo de Josefina? —preguntó, con voz suave pero firme.
El muchacho se frotó las manos. su rostro mostraba la preocupación.
—Estaba limpiando los alrededores, señora. Cerca del seto. Y de pronto escuché gritos. Era la muchacha que trabaja en la casa de doña Josefina. Salí corriendo a buscarla a usted, ya que no sabía que hacer en este caso.
Matilda asintió, con los ojos húmedos.
—Gracias. De verdad. Actuaste rápido. Y menos mal que esa chica estaba allí.
El joven bajó la mirada, incómodo por la intensidad de su agradecimiento.
—Solo hice lo que cualquiera haría, me hubiera gustado haber hecho más.
José los observaba desde unos pasos atrás. Su mirada iba del empleado a Matilda, de Matilda a Mateo.
Pero no decía nada, sin embargo su cuerpo hablaba. Cada músculo estaba tenso y cada respiración contenida.
El ambiente se volvió más denso. Como si el aire se hubiera llenado de algo invisible. Algo que no era solo celos sino que era otra cosa. 
Algo que Matilda no podía nombrar… pero que empezaba a sacar cuentas de lo que si podría ser.