Mateo regresó a la casa al caer la tarde. El cielo estaba cubierto de nubes densas, como si el día se negara a terminar y la puerta seguía entreabierta, como la última vez. Pero algo había cambiado.
El aire dentro era más frío. Más pesado. Como si la casa hubiera tragado algo… o a alguien.
Se dirigió al hueco en la pared, pero este ya no estaba, pues los bloques habían sido recolocados. 
El polvo barrido. El micrófono y el cable, desaparecidos.
Mateo se agachó, tocó la superficie, porque no creía lo que veía. Todo estaba limpio. Demasiado limpio, para su gusto.
Porque no había nada. Ni un rastro es como si nunca hubieran estado ahí lo que encontraron. Frunció el ceño, algo le decía que alguien sabía que él volvería, y no quería que encontrara lo que había visto.
—Alguien vino —murmuró—. Pero ¿quien?
Entonces lo entendió. Se levantó, recorrió la casa con pasos lentos. Cada habitación parecía más oscura que antes. Las cortinas cerradas. Las luces parpadeando. El silencio… más profundo.
Se detuvo en el cuarto de Matilda. El espejo estaba cubierto con una sábana. Mateo retrocedió.
—Lo de Josefina no fue casualidad —dijo en voz baja—. Fue para sacarnos de aquí. Para borrar lo que encontramos.
Mientras tanto, en el hospital, Matilda caminaba por los pasillos como un fantasma. Sus ojos no enfocaban y ya los rostros de los médicos se mezclaban con los de su infancia. A veces veía a su madre. A veces a Josefina. A veces… a sí misma.
—¿Estoy despierta? —susurró, sin esperar respuesta.
Se detuvo frente a una ventana. El reflejo le devolvió una imagen que no reconocía. Estaba más pálida. Más flaca y se sentía más rota.
Ortencia y Evangelina llegaron con una bolsa de comida, horas después, le traían la cena. arepa y jugo.
—Matilda —dijo Ortencia, con voz suave—. Come algo. No has comido en todo el día.
Matilda los miró como si no los conociera. Luego asintió. Tomó la vianda. pero no probó nada.
Evangelina se acercó al ver que no había comido nada.
—Vamos a llevarte a casa. No puedes quedarte aquí toda la noche, además debes comer algo.
Matilda dudó.
La casa. 
Las voces y 
José.
—Está bien —dijo finalmente—. Vamos.
Pero el camino de regreso fue silencioso. Las luces del pueblo parecían más débiles y Las calles, más vacías.
Al llegar, Matilda se detuvo frente a la puerta. La miró como si fuera la entrada a otra vida.
Ortencia la tomó del brazo.
—Estamos contigo, si quieres nos podemos quedar está noche.
Matilda sonrió, pero era una sonrisa rota.
—Eso espero.
Ambas amigas se miraron ya que no entendieron esa respuesta, así que bajaron y entraron. La casa los recibió con un crujido. Como si despertara.
Y en el espejo del pasillo… una figura se movió. 
Pero ninguna de ellas la vio, solo Matilda quien quería salir corriendo y no volver jamás.
Fin.