Cuarta parte de El asesino de las rubias.
El mundo está repleto de gente normal, hombres y mujeres que viven sus vidas sin más preocupaciones que el reloj que corre inclemente hacia el ocaso. Del mismo modo, los niños juegan y corretean al viento, despojados de toda maldad, con el único afán de abrazar el destino, ese que ni siquiera saben que existe. Más afortunados, menos agraciados, todos revueltos en un mejunje de sentimientos que crecen y se apagan conforme madura en el interior el imperioso deseo de ser: Ser buena persona, ser el mejor en mi área, ser lo que siempre soñé, llegar a ser alguien.
¿Pero qué ocurre cuando una sombra sin rostro no distingue entre buenos y malos, hombres y mujeres, niños y niñas; y todos forman parte de sus delirios macabros? ¿Hacia dónde correr o a quién pedir ayuda cuando tu vida pareciera ser el objeto de deseo de una mente sin alma?
Nadie está a salvo, nadie es inmune, nadie puede escapar del laberinto sin salida edificado con la maléfica intención de acorralar a las víctimas y saborear hasta la última gota de temor derramada.
Con la sociedad aterrada y las autoridades impotentes, tal vez, y solo tal vez, exista alguien capaz de desentrañar los oscuros acertijos que se yerguen indescifrables antes de que el laberinto se torne mortal.
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