El carmesí no era un color: era una promesa.
Durante meses lo había contemplado en el espejo de plata, ese trazo doloroso que bordeaba mis labios como una corona de sangre. La Alta Sacerdotisa lo llamaba “el sello de la pureza”. Para mí, era la prueba de que mi vida ya no me pertenecía.
Faltaban siete días.
Siete días para la Gran Transferencia. Siete días para que mi poder alimentara la fuente del reino… y me dejara sin aliento. Había repetido una y otra vez que lo aceptaba, que mi muerte era necesaria, que la prosperidad de Áuryn dependía de mi sacrificio.
Esa noche, sin embargo, mis rodillas temblaron.
Me acerqué a la ventana y contemplé las luces de la capital, el falso resplandor de una ciudad sostenida por un corazón condenado a dejar de latir. Y por primera vez, no recé por mi pueblo. Recé por un instante, uno solo, que fuera únicamente mío.
Entonces, unos golpeteos suaves resonaron en la puerta.
Los Ejecutores no tocaban.
El sello ardió sobre mis labios cuando la cerradura giró con un clic apenas audible. Y allí apareció: una sombra esbelta, de ojos oscuros que absorbían la luz y me miraban no como a un objeto sagrado, sino como a un secreto peligroso.
—Perdona mi intromisión, Consagrada —susurró, su voz cargada de una promesa que no era de sangre, sino de riesgo—. Tengo una misión aquí… y tú eres parte de ella.