Ladron de almas (ciudad de Cenizas)

2. Medionacido

2 ᴅᴇ ᴅɪᴄɪᴇᴍʙʀᴇ
 


Para un chico que acababa de cumplir los diecisiete años, Grey ya sobrepasaba los limites de la mala suerte.

Había tenido una noche terrible sin poder probar una sola alma. Los perros lo seguían hasta en sus pesadillas y toda esa mañana la había pasado metido en un edificio horrible escuchando una extraña banda que tenía las peores canciones después de... Bueno, después de nadie, esa banda era la más horrible que oía en su vida. Ni siquiera Justin Bieber podía tener tan mal gusto para la música.

Sólo había un baterista, que aprovechaba cada ocasión para burlarse de sus compañeros, un tipo homosexual tocando una guitarra y el cantante idiota con hiperactividad. Los Ratones Paranoicos eran definitivamente una banda mediocre.

Había entrado allí buscando una cama decente, o, por lo menos, una butaca donde echarse a dormir aquella mañana, pero esa sala era un especie de cine, con butacas raídas frente a un escenario en el fondo. Pensó que él lugar estaría vacío por abandonado que se notaba, pero, apenas logró conciliar el sueño, empezaron a entrar y a encender las luces.

Hacían un montón de ruido mientras ordenaban el escenario con todos esos cables e instrumentos mundanos. Luego empezaron a llegar los espectadores. Una docena de mundanos ruidosos que compraron Cheetos rancios y refrescos en las máquinas de la izquierda. Grey tuvo que escuchar a la banda. Dos horribles canciones satánicas después la gente empezó a abandonar el lugar, decepcionados, pero aún habían espectadores regados por el lugar, charlando e ignorando los comentarios del afamado cantante.

Grey podía nombrar cualquier banda promedio del Subterráneo y ésta sería diez veces mejor.

No podía irse aunque lo deseara. Estaba demasiado débil para entrar al Reino de las Sombras sin sufrir una recaída, y a plena luz del día -aunque ya eran casi las cuatro de la tarde- su mente se despojaba de ideas y sus sentidos se nublaban hasta ser tan útiles como los sentidos mundanos.

Se acurrucó en su butaca amarilla como un buen taco, bostezando, y hundió la cabeza en la sudadera negra de Queen. Sus dedos golpeteaban el posa brazo de forma repetitiva, código Morse.

Entonces vio el parka verde y supo que tenía problemas. Por la puerta chirriante de metal de aquel mini anfiteatro apareció Berkley Garlen con su parka y su cabello rojizo suelto sobre los hombros, la matona que lo odiaba como ningún matón lo había odiado antes. Acompañada de una pelinegra que se asemejaba a una Bansshe.

—Nos perdimos tres temas —se quejó Berkley, subiendo la fila de butacas hasta quedar dos asientos por debajo de Grey, que se acurrucó en su sudadera, ocultándose.

—Finalmente algo bueno desde esta mañana —opinó la Bansshe, sarcástica.

Grey nunca había visto a aquella muchacha, pero su cara le resultaba familiar. Se veía mucho más abatida que él, con ojeras oscura bajo los ojos y un cabello ébano hasta su cintura. Tenía una sudadera roja con una oreja ensangrentada pintada en óleo y una pequeña frase en rotulador negro; La Oreja de Van Gogh. Su pantalón de tiro alto estaba rasgado en los muslos y estaba manchado de pintura, con pequeñas frases o palabras al azar escritas en la misma tipografía elegante de la sudadera, exagerando el palito de las letras l, d, j -en fin, todas aquellas con palito- y haciendo el resto de las letras muy diminutas. Llevaba unas Converse All Star amarillas y desgastada, también con frases en las suelas blancas. Esa chica no debía tener una libreta descente si se la pasaba escribiendo sobre su ropa.

No tenía pecho, o sea, no era el tipo de Grey.

—Espera aquí, Elizabeth. Iré a comprar refrescos.

Berkley se alejó hacia la máquina expendedora. Elizabeth se dejó caer en una butaca púrpura y cruzó las piernas sobre ésta.

Desde allí, Elizabeth pudo ver bien a la banda y pudo reírse un poco. El cantante corrió hacia el micrófono y tropezó con los cables enrollados, cayendo de bruces contra un charco de algo derramado en el suelo, el baterista hizo un Badum Dash y todos empezaron a reír. El guitarrista negó, avergonzado, y oculto la cabeza en su maraña de pelo oscuro. A Grey le resultaba guapo aquel chico, aunque definitivamente no se le acercaría nunca para nada.

Grey miró a Berkley a lo lejos, luego bajó de un salto al sillon sobré la muchacha y apoyó los brazos en el espaldar de la butaca junto a ella.

—Tienes una sudadera muy interesante.

Ella se volvió a mirarlo y frunció levemente el ceño, Grey reprimió una sonrisa. Viendo su cara de cerca podía ver las similitudes. Su nariz era tan respingada como la suya, y su piel era sólo un poco menos pálida. Pero sus iris eran de un dorado maravilloso, como dos pepitas de oro muy brillantes. Tenía, además, perforaciones en toda su oreja, en ambas, con aretes de oro y plata.

Ella miró su sudadera. Su cabello era ondulado por debajo de sus hombros, y era tan oscuro como el de Grey.

—La pinte yo misma.

—Ya, debes hacer unos óleos increíbles. Por cierto, soy Grey —registró su bolsillo y sacó un trozo largo de zanahoria— ¿Quieres?

Elizabeth miró atrás, a Berkley. Una máquina se había tragado su moneda y no quería darle los Cheetos. Tomó la zanahoria.




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