Una lágrima.
Eso fue lo primero que vi nada más ser consciente por primera vez. Ahora comprendo el motivo, claro. Pero como para el resto de nosotros, el primer recuerdo siempre me ha resultado un misterio.
En cualquier caso, ahí estaba yo, flotando en el interior del huevo. Me rodeaba un espeso líquido granate que me servía de sustento. La escasa luz que atravesaba la cáscara estaba bañada en ese mismo tono, pero la lágrima no. Ella era transparente y cristalina, la gota más pura que podáis imaginar. Sólo tenía que cerrar los ojos para verla, y os aseguro que los tenía cerrados casi todo el tiempo que pasé allí dentro. Quería contemplarla bien, saborearla y recordar todos y cada uno de sus ínfimos detalles, tal y como mi instinto me dictaba.
Despertaba en mí sentimientos encontrados. Por un lado gran pesar y tristeza. ¿Quién habría derramado tan perfecta gota y por qué? Por otro me calmaba y también aguijoneaba mi curiosidad. ¿Se trataría del fruto de un silencioso lamento o de un llanto desconsolado? Durante los ratos muertos en los que la admiraba, albergaba la esperanza de que procediera de una intensa felicidad, aunque en el fondo de mi corazón intuí que no era ese el caso.
Y entonces desapareció.
Un día, sin más, dejé de visualizar la lágrima. No sería capaz de explicar la angustia que sentí en aquel momento. Cerré los ojos con todas mis ganas, sin éxito. Estaba perdida sin remedio. Probé a dibujarla en mi mente tal y como la recordaba, pero el resultado final era vergonzoso, apenas una sombra de la verdadera. Quise gritar, pero no pude y supe que tenía que salir de allí. Necesitaba llenar mis pulmones de aire para librarme de la frustración, así que comencé a golpear las paredes a mí alrededor. Al principio no cedieron, pero noté que se había formado una pequeña fisura a mi izquierda. Concentré mis esfuerzos allí, arañando y empujando con todo mí ser, agrandando la grieta con cada movimiento hasta que rompí el cascarón y pude abandonar mi primera prisión.
Me tambaleé, cegada por la intensidad de la luz en comparación con el interior del huevo. Estaba empapada en la empalagosa sustancia en la que había flotado toda mi vida. Absorbí todo el aire que pude, abrí las fauces hasta que creí que se me desencajarían y grité con toda mi pasión, proclamando a los cuatro vientos mi única y más acuciante preocupación:
—¡Lágrima!
No sé por cuánto tiempo se extendió mi agudo chillido. Sólo sé que, cuando me quedé sin respiración, me sentí mucho mejor, como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Más calmada, y con la vista ya acostumbrada a la luminosidad del exterior, me di cuenta de que estaba en una gran caverna de paredes calizas. Sus bordes eran sesgados y brillantes, y entre ellos crecía gran cantidad de musgo luminiscente de todas las gamas de verde, amarillo y violeta, mi color favorito desde entonces.
Estiré mis entumecidas extremidades y mis minúsculas alitas mientras me recreaba en el baile de luces, flexionándolas una y otra vez para asegurarme de que funcionaban bien. Me disponía ya a investigar el terreno cuando una sombra se cernió sobre mí, interrumpiéndome. Admito que resultaba amenazadora, pero en aquel momento no sentí temor. Después de todo, sabía que se trataba de mi propia madre.
Recuerdo que me sentí como una verdadera tonta. ¿Cómo era posible que no hubiera visto algo tan grande justo a mi lado? Fui demasiado dura conmigo misma, ya que mi madre tenía casi el mismo color que la caliza, un blanco brillante y lustroso. Sus escamas se tornaban afiladas en los bordes, al igual que ocurría en las paredes de la gruta, y sus ojos parecían dos grandes manchas de luminoso musgo amarillo. Al moverse destacó, y eso me permitió distinguirla del entorno.
La miré con curiosidad y ella me devolvió la mirada del mismo modo, tal vez sorprendida de verme allí o de la intensidad de mi grito. Más tarde supe que su sorpresa se debió a mi color, pero yo aún no sabía nada de razas y castas, por lo que me limité a observarla. Se me ocurrió que tal vez dejaría de verla de pronto, como había sucedido con mi lágrima, y la idea me horrorizó.
—Lágrima —dije, aunque pretendía decir “hola, madre”. Por lo visto aún no estaba preparada para comunicarme más allá de esa palabra.
Todos los de mi especie tienen su primer recuerdo en el interior del huevo. Puede ser una imagen, un sentimiento, un olor o una escena, pero es sabido que ese recuerdo tiene una connotación especial que marcará la vida del dragón en algún momento. La primera palabra que dice siempre está relacionada con ese recuerdo, y hasta la primera muda de piel es probable que no sepa decir nada más. Es costumbre nombrar al recién nacido usando ese vocablo inicial. La superstición dice que obrar de otra manera llama a la mala suerte, y lo mismo ocurre con el dragón que miente sobre su nombre.
Recuperada de su sorpresa inicial, mi madre usó una de sus enormes garras, en cuya curvatura interior encajaba sin problemas, para acercarme a ella y rodearme con sus poderosos brazos. Prisionera, una vez más, pensé.
—Duerme, pequeña Lágrima de Plata —me susurró con voz clara y profunda, bautizándome con mi nombre y mi raza. Así sería conocida a partir de entonces—. Ya habrá tiempo para aventuras mañana.
Era una voz que no admitía discusión. No tardé en sumirme en un profundo y placentero sueño, hipnotizada por el sonido regular de su respiración y el calor que emanaba su pecho. ¿Con qué soñé, preguntáis? Pues con la lágrima, por supuesto.
No recuerdo mucho de mis primeros años. Al menos no más allá de las lecciones de mi madre sobre caza, modales y folclore. Lo cual es una suerte, porque los que conservo no son muy agradables o reconfortantes. Y es que vivir bajo la constante presión de una mirada que, sin llegar a ser despectiva, se mostraba resignada, dispuesta a hacer lo posible por sacar algún provecho de un producto defectuoso sin posibilidad de devolución, es algo que no le recomiendo a nadie.
Fue mi madre, Lanza, quien me enseñó que ella era un dragón de perla, la categoría más alta de dragones tanto en fuerza como en inteligencia, junto con los dragones de ónix y jade. Yo era un dragón de plata, una casta un peldaño por debajo de esta y a la que también pertenecen los dragones de oro. Aunque no es común que un dragón tenga hijos de distinta raza a la suya (de ahí su reacción), tampoco es un hecho insólito, ni se suele repudiar a la cría dado el caso. Aún así, mi madre no me trató muy bien, pues era bastante orgullosa y no me consideraba digna de pertenecer a su familia. Decidí abandonar el cubil en cuanto mudé la piel una docena de veces. Estaba harta, y creía que podía mantenerme por mi misma. Mis dos hermanos, Cazador y Cielo, ya eran ambos muy mayores. Pasó mucho tiempo entre la Noche Brillante de la que yo nací y la anterior, y habían abandonado el nido hacía tiempo. Vinieron al poco de mi nacimiento para conocerme, pero no me prestaron especial atención. Estaban demasiado ocupados reuniendo tesoros para adornar sus propias guaridas.
Fue duro emanciparme a tan corta edad, pero os prometo que no miré atrás. Aproveché una salida de mi madre para irme. Supongo que no la apenó demasiado el hecho de volver y no encontrarme en su cueva. En cuanto a mis hermanos, sólo los veía de vez en cuando. Nos hacían visitas para henchir de orgullo a mi madre con sus historias de tesoros arrebatados a temibles enemigos, en peligrosísimas aventuras de las que sólo te podías creer la mitad. Los pobres ilusos se marchaban creyendo habernos convencido a ambas, pero yo podía ver una disimulada sonrisa en el rostro de Lanza, divertida ante la picardía de sus vástagos.
Siempre me he preguntado cómo reaccionaron los orgullosos y belicosos Cazador y Cielo cuando se enteraron de la noticia. ¿Se indignaron o se preocuparon? ¿Se extrañaron o se lo esperaban? ¿Se dieron cuenta siquiera? Si tuviera que adivinarlo…
¿Cómo decís, Gran Madre? ¿Queréis mostrarme algo? Claro, adelante…
Editado: 27.01.2025