Tenía la boca seca. Escuchando la historia de Rooa me había olvidado del hambre, del dolor e incluso de parpadear. Pensar que nuestro mundo había pasado por tantas cosas me hacía sentirme insignificante, a la vez que me maravillaba.
¿Qué fue de Avatar?, pregunté tras un breve lapso de silencio.
Nunca más volvimos a saber del dragón que fue montaña. Supongo que, una vez cumplido su cometido, regresó a su justo lugar de honor, junto a la Gran Madre.
Un profundo aullido me sobresaltó. Había sonado muy próximo, casi junto a la entrada de la cueva.
Vaya, parece que los lobos te han traído algo de comida, me informó el eris.
La mera mención del alimento causó una sonora protesta proveniente de mis tripas.
Te dejaré sola para que puedas comer a gusto y descansar.
¡Espera, no te vayas sin contarme lo que pasó luego!
Tranquila, volveré una vez encuentre a alguna criatura que nos pueda ayudar con tu brazo, y te contaré más sobre nuestra historia. Además, ahora que nos has dado permiso para establecer enlace mental contigo, estoy seguro que muchos eris se acercarán para verte y hacerte compañía.
No se equivocaba. Dos eris llegaron desde el pasillo oriental poco después del final de mi comida. Me sorprendieron usando uno de los huesos del alce, que me habían proporcionado los lobos, para quitarme un trozo de carne que se me había quedado enganchado entre los dientes. Sus peinados me ayudaron a identificarlos como aquellos que me habían aplicado la medicina de los árboles. Les pregunté sobre su funcionamiento y efectividad, y me comentaron que podía extender el ala sin problemas, ya que la película que se formaba tras secarse era bastante elástica, y que la solución solo ayudaba a la piel a regenerarse a la par que protegía de posibles infecciones.
Me mostré agradecida con Tomil y Desoto una vez finalizada la presentación formal, pero ellos le restaron importancia al asunto, y me bombardearon con una andanada de preguntas acerca de mí. De dónde venía y qué había pasado para que resultara malherida fueron algunas de ellas, y las respondí sin reparos. Luego ellos respondieron a las mías, y así me enteré de que los eris nacían en el interior de los árboles que rebasaban el milenio de vida. De algún modo, la conciencia del árbol se hacía tan grande con el paso del tiempo que llegaba a tomar forma física, o eso fue lo que logré entender de la larga diatriba que me dio Desoto.
Mis interlocutores se marcharon con las primeras luces y yo aproveché para cerrar los ojos un rato, vencida por el cansancio acumulado durante mi odisea. Me despertó el sonido de unas fuertes pisadas en el exterior. Permanecí en silencio, a la espera de que fuera lo que fuese lo que producía tal estruendo se alejara, pero para mi desasosiego se plantó justo ante la entrada. Menos mal que Rooa apareció por ella. Si la criatura había venido con él, no podía ser una amenaza.
El Antiguo me pidió que saliera, pero me mostré recelosa. Recortadas contra la luz podía ver dos piernas lanudas acabadas en grandes pies planos. Yetis, criaturas salvajes con el cerebro demasiado congelado como para discurrir con normalidad, pensé, pero Rooa me tranquilizó, asegurándome que el yeti se encontraba allí a petición suya para ayudarme con mi brazo herido. No pude menos que sorprenderme ante lo extravagante del asunto, pero abandoné la cueva con un encogimiento de hombros, encomendándome a tu gracia y al buen juicio de mi benefactor.
La bestia de las nieves se elevaba varios metros sobre mi cabeza, sin contar sus largas orejas peludas, que como casi todo en la bestia recordaban un poco a las de un conejo. Sólo se salvaban sus pies y sus manos, humanoides y de color morado desvaído, pues hasta su rostro tenía hocico y largos bigotes. Eso sí, no contaba con las piezas dentales de su lejano primo herbívoro, sustituidas por colmillos serrados, preparados para desgarrar la dura carne de sus presas de alta montaña.
El yeti se mostró demasiado tranquilo. Apenas me dirigió una vaga mirada, casi como si no pudiera verme o estuviera sedado. Rooa me informó de que le estaba ayudando a mantener la calma, pues los yetis pueden ser imprevisibles, en especial cuando tienen calor. Y este debía de tenerlo, pues estaba muy abajo en la montaña y el día era soleado.
El yeti se acercó a mí y tomó mi brazo izquierdo con delicadeza en mitad de su trance. Lo palpó desde el codo hasta el hombro, lugar en el que sentí una incisiva punzada de dolor. Tras un poco más de molesto examen el eris me comentó con alegría que no me había roto nada, solo me había dislocado el hombro.
El yeti me lo iba a colocar. Y dolería.
Me preparé en espíritu lo mejor que pude y Rooa me indicó que le avisara cuando estuviera lista. Antes de que me diera tiempo a tomar aliento la bestia tiró con fuerza de mi brazo, y el hueso volvió a colocarse en su lugar correspondiente con un sonoro ¡clak! El dolor hizo que me derrumbara en el suelo mientras maldecía todas las lunas del cielo, al eris por haberme engañado, al yeti por tirar tan fuerte, al dai´halcón por atacarme y hasta a mi madre por incubarme.
El yeti se dio la vuelta y emprendió el camino montaña arriba, manteniendo el mismo aire ausente que había mostrado en todo momento.
Cuando el dolor se había convertido en un latido constante volví a entrar en mi refugio acompañada de El Antiguo, que decidió recompensarme por mi sufrimiento con la conclusión de la historia del fin de los Tiempos Verdes.
Una vez tomamos conciencia de que se había terminado, de que el último nephilim había sido aniquilado, propagamos la noticia como un fuego voraz. Llegada la noche, la mayoría de las criaturas del mundo celebramos el fin de la hecatombe, y a la mañana siguiente se nos cayó el alma a los pies pensando en la reconstrucción y en lo mucho que se había perdido. Los más paranoicos estaban seguros de que el desastre se repetiría, pues en realidad no teníamos ni idea de dónde o cómo habían surgido los nephilim, y por lo tanto seríamos incapaces de prevenir su regreso o la aparición de algo incluso peor. Por suerte el tiempo no les ha dado la razón. La Gran Madre no quiera que aquellos temores se hagan realidad en el futuro.
»Los eris, por nuestra parte, nos pusimos manos a la obra para expandir de nuevo el manto de vegetación por la tierra. Lloramos la pérdida de muchas variedades vegetales y animales, y sólo los más ilusos e inocentes creyeron en las posibilidades de éxito de tal empresa. De hecho, el mundo jamás ha llegado a recuperarse del todo.
»A pesar de nuestros esfuerzos, no conseguimos que resurgieran los bosques. Para empezar, muchos de los nuestros cayeron en el desastre, mermando nuestra fuerza colectiva. La disposición de las criaturas también había cambiado, y eso nos dificultó las cosas. Gran parte de la culpa la tuvieron nagas y quitones, contrarias a la reforestación, que aprovecharon el caos reinante y la disminución del número de sus enemigos para expandir sus ciudades y colonias. Se vieron favorecidos por su alta tasa de nacimientos, que les permitió recuperarse antes que a los demás.
»Los Tiempos Verdes se habían ido para siempre, y día a día los bosques menguan debido a la tala indiscriminada a la que se ven sometidos. A eso me refería cuando te dije que cada vez menos criaturas parecen comprender la importancia y fragilidad de los árboles del modo que tú lo has hecho. Gracias una vez más, Lágrima. Espero que no cambies nunca.
Editado: 27.01.2025