Lágrima de Plata

Capítulo 5

No me llevó mucho acostumbrar la vista a la falta de luz. La adrenalina corría a raudales por mis venas, aumentando mi euforia con cada latido de mi corazón. Me sentía intrépida, una verdadera aventurera, y la sensación de miedo se escurría de mí de forma imperceptible, evitando que me diera cuenta de que lo que en realidad estaba siendo era imprudente y descuidada.
—¡Perdonad las molestias, pero al pasar no he podido evitar fijarme en vuestra espléndida torre! —dije. Pensé que bien podía valerme de la verdad en esa ocasión, y de paso tentar a los dueños de la torre con la más común de las debilidades dragontinas: la vanidad— ¡Me encantaría escuchar el relato de su construcción!
El eco de mi voz se repitió de una estancia a otra, sin respuesta. Me encogí de hombros y avancé un paso más.
El interior de la torre era opuesto al exterior. Mientras que este último tenía una misión disuasoria, por dentro era muy confortable y acogedor. Las paredes habían sido pulidas con esmero. No presentaban uniones o trozos extraños que pudieran hacerlas identificables como huesos apelotonados y deshechos, y el piso estaba cubierto con mullidas pieles. Estando allí, llegabas a olvidar el siniestro aspecto de la torre y te sentías en un verdadero hogar.
Fue cuando di el segundo paso cuando noté que había algo raro. Al pisar había levantado una nube de polvo que me hizo estornudar con fuerza, lo que provocó que se levantara aún más polvo y, por consiguiente, nuevos estornudos. Además, cuando volví a abrir los ojos tras el ataque, tenía la cabeza baja y pude ver flotando un hilo de seda que había quedado enganchado a mi pata. Miré a mi cola y confirmé mis sospechas: en mi irreflexiva entrada a la torre me había llevado por delante una tela de araña que había estado cubriendo el acceso.
Tanto el polvo como la tela eran un claro indicio de abandono. Hacía tiempo que nadie usaba ese portal, o de lo contrario una araña no habría sido capaz de tejer una tela tan grande. ¿Significaba eso que la torre estaba vacía, o solo que había otra entrada de la que yo no tenía noticia?
Lo segundo me parecía harto improbable, pues no veía motivo alguno para obviar el paso más cómodo y amplio hacia el interior de la torre. Quizá el edificio contara con un sótano que llevara a un túnel, que a su vez diera al exterior en otra parte. Parecía enrevesado, pero aún así no lo descarté del todo. En cuanto a la teoría del abandono, no era tan extraña, pues los feudos entre dragones eran bastante comunes, sobre todo las que enfrentaban a dragones que se tenían un acérrimo odio ancestral, como los perla y los ónix. Más factible en un caso como este, en el que los dueños de la torre habían hecho un más que evidente alarde de poder con su construcción. Eso podía haber atraído las miradas de enemigos potenciales, buscadores de fama y fortuna o dragones deseosos de darles una lección de humildad.
Mi imaginación se desbocó, llenándome la cabeza de portentosas fantasías. Lágrima de Plata, Ama de la Torre de Huesos. ¡Qué bien suena!, pensé. Las posibilidades que el futuro abría ante mí estuvieron a punto de embelesarme, pero logré controlarme. De nada servía pensar en el mañana, primero tenía que asegurarme de que la torre estuviera abandonada de verdad.
Percibí un leve movimiento sobre mí, antes de poder llegar a las escaleras que había al fondo. Apenas una sombra de múltiples patas en la penumbra del alto techo, la dueña de la tela había llegado para informarse de lo que le había ocurrido a su preciada trampa.
La araña, del tamaño de mi cabeza, era un bicho bastante desagradable. Su coraza era lisa y negra, con un intrincado dibujo estampado en amarillo sobre ella. Sus patas eran delgadas y su abdomen estaba abotargado de tal modo que parecía ser capaz de explotar al más mínimo roce. Resultaba sorprendente la cantidad de ojos que se hacían hueco en su pequeña cabeza, compartiendo entre ellos la misma expresión vacua y carente de emoción, y que aún quedara sitio para su inquieta mandíbula llena de dientes, entre los que destacaban dos colmillos curvados hacia fuera y de los que rebosaba un mejunje rosado.
Aunque el arácnido me asqueaba, y en una situación normal me habría mantenido alejada, no había lugar para él en mis fantasías de glorioso futuro ocupando la torre, de modo que tenía que librarme de su presencia.
La araña permanecía muy quieta, esperando paciente desde su posición elevada. Me figuré que creía tener el factor sorpresa y estaba esperando a que pasara bajo ella para saltar sobre mí, pero no contaba con que había sido descubierta gracias a mi excelente visión nocturna.
Metida como estaba ya en una situación bastante peliaguda, me envalentoné y decidí arriesgarme con una maniobra de cebo, fingiendo no haber reparado en la presencia del nauseabundo bicho. Confiaba en la ventaja de mi envergadura superior y, si eso fallaba, tenía serias dudas de que la araña fuera capaz de atravesar mis escamas para inyectarme su veneno.
Actuando con naturalidad, pero sin perder de vista a la araña, me fui acercando al lugar donde creí que se produciría el ataque. No me equivoqué, y se dejó caer cuando pasaba justo por debajo de ella. Era el momento que había estado esperando. Afiancé las patas e impulsé mi cola hacia el techo, ensartando a la araña en la espiral ascendente que dibujaban las ondas de mis escamas. Me vi salpicada por los jugos internos del insecto, espesos y pegajosos como la miel, y estuve a punto de sucumbir a un acceso de náuseas.
La araña estaba enloquecida, consciente de que no saldría con vida de nuestro encuentro. Su tremendo abdomen estaba atravesado de lado a lado y el dolor le impedía pensar con claridad, pero había una cosa que quería más que nada: venganza. Agarró mi cola con sus ocho patas y trató de acercarse a ella para inocular su mortal veneno. Yo no estaba dispuesta a tolerar su contacto ni un segundo más. La zarandeé de un lado a otro, salpicando la habitación con sus entrañas, hasta que la lancé contra la pared con un seco latigazo final.
No le di tiempo a que se recuperara del aturdimiento que le había causado el tremendo choque contra la pared. Tras cubrir la corta distancia que nos separaba, y haciendo de tripas corazón, le aplasté la cabeza y casi todo el tórax bajo mi garra derecha.
La araña movió sus miembros en involuntarias sacudidas, carentes de un cerebro que los coordinara. Aparté la mirada de sus lastimosos restos y, con un permanente rictus de repugnancia, restregué la garra y la cola por la pared para desprenderme de los gelatinosos grumos arácnidos que se me habían quedado adheridos. Se negaban a desprenderse, y acabaron formando nauseabundas bolas de porquería al mezclarse con el ingente polvo que cubría toda la estancia.
Distaba de estar satisfecha cuando me di por vencida. No sería capaz de librarme de toda la porquería que sazonaba mi cuerpo sin darme antes un baño, y no consideré que fuera un buen momento para darse uno. Descendí las escaleras con mucho tiento, vigilando el entorno para no ser sorprendida por algún otro amigo de la araña. Su cadáver, ya inmóvil, reposaba hecho un desastre junto a la entrada.
El corto tramo de escalones acababa en una sala de techo más bajo que la anterior, y libre de pieles que cubrieran el suelo de hueso pulido. Carecía del amplio espacio vacío del piso superior, aquí ocupado por una cocina, un horno y una fragua, todos apagados, y algunos utensilios para sacarles provecho, como un imponente martillo, un yunque, un fuelle o un enorme caldero negro. Los objetos estaban desperdigados por el suelo sin un orden concreto, apenas iluminados por la escasa luz que atravesaba las fisuras y orificios del muro exterior, que hacían las veces de irregulares ventanas. Como todo lo demás en aquella torre, tenían aspecto de no haber sido usados en una buena temporada. Moví el caldero con tiento para no levantar mucha polvareda, comprobando en el proceso como quedaba delimitada su forma en el lugar que había ocupado antes, un perfecto círculo libre de las grisáceas partículas.
Me picó la nariz y sentí acercarse otro estornudo. A duras penas pude contenerlo, pero conseguirlo evitó que se repitiera el irritante ataque que me acometió al entrar en la torre. Qué ganas tenía de librarme de toda aquella suciedad.
El siguiente tramo de escaleras era anexo al primero y, al igual que este, descendía siguiendo la curva de la pared en una suave espiral, aunque su longitud era superior, así como la distancia entre el suelo y el techo en la nueva estancia. Como sucedía en la entrada, el piso estaba cubierto con una mullida alfombra de lanuda piel que invitaba a acomodarse. La oscuridad reinaba tranquila en el lugar, protegida por un numeroso ejército óseo que había sido unido a conciencia, para no dejar ni una sola grieta entre sus filas.
No había nada de particular en aquella habitación vacía, a excepción de unos acolchados cojines de cuero suave, de modo que continué la exploración de la torre.
Escalón tras escalón logré llegar a la última sala, la más grande con diferencia. La distancia del descenso fue considerable, pero apenas me di cuenta, maravillada como estaba por el inmenso tapiz que decoraba todos los rincones de la estancia.
Primero me fijé en el suelo, donde estaba bordado un elaborado mapa del mundo. Las tierras y los mares de Karysdyr habían sido trazados con hilos marrones y azules, plasmando su topografía con sumo detalle. Los nombres de cada región estaban apuntados con mimo en una florida escritura curvilínea, gracias a lo cual pude situarme en el mapa. Desde las Montañas Impasibles miré al sur y acabé localizando Kendra, en cuya extensa sabana había encontrado al entrañable clan de dragones de topacio. Sobre ella, y en letra más pequeña debido a su menor importancia, encontré el bosque de Darapi, hogar de Rooa el eris. Mi viaje me había llevado a través de un pequeño reino ainu llamado Nan, y luego por otro mucho mayor, Chabassad. El lago de estrella, al parecer conocido como lago Astral, le pertenecía, así como la ciudad de su ribera, Noche Cerrada. Por último, ya en el reino sureño de Zucel, en algún lugar en la extensión denominada como los Páramos Embozados, debía de estar la torre de huesos.
A continuación observé el tapiz de la bóveda. En su centro había bordado un hermoso y brillante sol, acompañado de alargadas nubes blancas. El azul celeste del fondo se iba tornando más oscuro conforme se acercaba al borde del dibujo, hasta que se convertía en el profundo negro de una noche plagada de estrellas. Las diez lunas de los dragones estaban situadas en el borde exterior, formando un círculo perfecto y tiñendo la tela con su gran variedad de tonos.
En cuanto al tapiz que cubría la pared, resultaba impresionante. Los hilos se habían entretejido de forma sublime para plasmar una esmerada representación vuestra, Gran Madre, el ser supremo que da vida a todo y a todos. Sois venerada en Karysdyr como la única Diosa por la mayoría de las razas inteligentes, como debe ser, aunque cada una os representa a su manera. Por ejemplo, para los eris sois un monumental roble más antiguo que el propio mundo, para los humanos, una mujer de gran belleza y bondad, y para los cíclopes, un gran ojo que lo ve todo.
En este caso se trataba de la imagen usada por los míos, una majestuosa dragona que se muerde su propia cola. Uróboros, como también es conocida, presentaba un rostro que emanaba sabiduría y calma. Conservaba los ojos cerrados, pues no los necesitaba para velar por nosotros. Los colores de nuestras variedades se hallaban repartidos con igualdad por todo su cuerpo, al igual los distintos patrones y formas de nuestras escamas. Como consecuencia resultaba sinuosa y vibrante de observar, inquietante en el caos de su integración racial, pero tan hermosa en la armonía del conjunto de sus partes, como si reflejara el modo en que todos seríamos en un mundo puro y perfecto, libre de barreras. Tal había sido la atención al detalle que me quedé anonadada al descubrir que las escaleras habían sido decoradas de tal manera que, desde el centro de la habitación, era imposible distinguirlas entre el bordado del tapiz.
Las tres imágenes, admirables en sí mismas, no hacían sino elevar su valor artístico y espiritual al fusionarse para transmitir un profundo mensaje. Arriba, el cielo. Abajo, la tierra. Entre ellos, la Gran Madre que los creó a ambos, velando por ellos en un círculo eterno de amor y comprensión, pensé al comprender el significado de los tapices. Siempre recordaré lo ingeniosa y arrebatadora que era aquella obra. Una lástima que no me fuera posible conocer al genio responsable de su confección.
Me topé en más de una ocasión con pequeñas monedas de oro y plata durante mi escrutinio del cuarto. Primero pensé que entrañaban algún significado en el contexto del mapa de Karysdyr, señalando las posiciones de tesoros ocultos o de otros enclaves del clan constructor de la torre, pero luego se me ocurrió que un lugar con una decoración tan exquisita resultaba ideal como sala de tesoros, lo que implicaba que esas monedas habían sido parte de la fortuna de los dueños. Transportar un gran tesoro no es tarea fácil y las piezas debían haber caído al suelo en el proceso, demasiado insignificantes como para que mereciera la pena recogerlas. No necesitaba saber si la manipulación del tesoro había sido llevada a cabo por sus legítimos dueños o por saqueadores. Esa era la prueba que necesitaba para estar segura.
La torre de hueso había sido abandonada.
La revelación me llegó de forma natural. Todos los posibles motivos que pudieran justificar la larga ausencia de los dueños del bastión eran arrastrados por el mero y simple hecho de la ausencia del tesoro. Bajo ningún concepto un dragón dejaría atrás su tesoro, la principal medida de su valía y fuente de su preciado orgullo. Dado que allí habían guardado uno, y me habría atrevido a asegurar que se había tratado de uno de los grandes, solo había unas pocas circunstancias lógicas de su ausencia. O los dueños se habían marchado a un nuevo hogar, llevándose el tesoro con ellos, o había sido robado tras su muerte o huida. Seguir esa línea de pensamientos me puso eufórica, pues ambas situaciones desembocaban en una misma conclusión: la torre no tenía señores y, sin nadie para reclamarla, era mía.
Ya estaba planeando los pormenores de la operación de limpieza que iba a hacer para adecuar el lugar. De repente escuché un gran estruendo procedente de las alturas, seguido de otro de menor intensidad. Me quedé petrificada, sintiendo como el suelo temblaba con cada pisada que daba lo que fuera que había llegado. Bajaba las escaleras a un ritmo constante, sin prisa pero sin pausa, un enloquecedor ritmo que presagiaba un aciago destino.
Mi cabeza daba vueltas, trabajando a toda velocidad, pero cuanto más lo pensaba más evidente me resultaba el hecho de que estaba atrapada. La única salida era por las escaleras, las mismas que en aquel instante recorría aquello que deseaba evitar. El ruido se acercaba inexorable, descendiendo paso a paso, y no me habría aterrorizado más si se hubiera tratado de los tambores de guerra de un ejército entero, dispuesto a acabar conmigo.
Miré a mi alrededor, desesperada, pero la habitación estaba desierta y no me ofrecía ningún lugar en el que esconderme. Me acerqué a la pared, implorandoos que me pudiera meter tras el tapiz, pero estaba adherido con firmeza a la pared. Tendría que rasgarlo con las uñas y romperlo para usarlo de parapeto, sin embargo la mera idea de dañar aquella obra de arte me resultaba insoportable, un sacrilegio carente de perdón o excusa, y me di cuenta de que prefería arriesgar la vida antes de cometer semejante crimen.
El recién llegado ya se encontraba en el piso superior.
Tomé una medida instintiva, consciente de que no tardaría en aparecer por el hueco del techo, en el que se perdían los escalones. Me arrastré en silencio hasta colocarme en el espacio que quedaba entre el suelo y los últimos escalones, casi sin darme cuenta. Ni por un segundo imaginé que daría resultado, que tan solo pasaría desapercibida como si nada, pero ya era demasiado tarde para hacer otra cosa.
Mi verdugo irrumpió en el cuarto, y el sonido de sus firmes pisadas se amplificó hasta niveles cataclísmicos por efecto del eco, provocando la sensación de que la torre se iba a derrumbar sobre mí de un momento a otro. No podía verlo, pues todavía se encontraba sobre mí, pero aunque no hubiera sido así no sé si habría sido capaz de reunir el valor suficiente como para mirarlo, y que me delatara el brillo de mis ojos en la oscuridad. Las escaleras descendían en espiral, formando un ángulo de trescientos sesenta grados, por lo que tarde o temprano lo vería bajando por el lado opuesto de la habitación. La tensa espera y el repetitivo martilleo amenazaron con arrastrarme a la histeria absoluta, pero de algún modo logré mantener un cierto grado de autocontrol.
Mi respiración se ralentizó hasta ser apenas un susurro. Mi corazón bombeaba desbocado. El olor a cerrado y a polvo que había marcado mi visita en todo momento, a pesar de ser muy profundo, se vio sustituido por otro mucho más intenso y vivo: olor a dragón.
¿Había errado en mis conclusiones? ¿Era este dragón el dueño de la torre de hueso que regresaba de un largo viaje? ¿O se trataba de otro vagabundo que había entrado a investigar, si es que era posible tamaña casualidad? Las preguntas se borraron de mi mente de un plumazo en cuanto me vi sacudida por una descorazonadora certeza: si yo había podido captar la esencia del dragón, él debía de haber sido capaz de hacer lo propio con la mía. Sabía que yo estaba allí.
Renuncié a mi pobre escondrijo, convencida de la futilidad de mis actos. Trataría de razonar con el wyrm. Al fin y al cabo, era posible que hubiese exagerado todo el asunto debido a mi sobreexcitación. Y, si eso fallaba, sólo me quedaba confiar en que la amplitud de la sala me permitiese la suficiente capacidad de maniobra como para escapar a tiempo mediante un veloz vuelo.
Entonces lo vi. Bajando a mi derecha, aún con tres cuartos de escalera por delante, se encontraba un enorme dragón de rubí. Sus escamas de color rojo oscuro tomaban formas que creaban la ilusión de encontrarse en llamas. Tenía las alas plegadas y su cola, rematada en amenazadores pinchos retorcidos, se bamboleaba de izquierda a derecha al compás de sus parsimoniosos andares.
—Saludos, wyrm —dije en el tono más conciliador y amistoso posible. La voz se me quebró por los nervios, pero traté de aparentar tranquilidad—. Lamento la intrusión, pero me pareció que el lugar estaba abandonado y sentí curiosidad por ver el interior. Espero no haberos causado molestia alguna.
El dragón se quedó muy quieto al escuchar mi voz. Con deliberada lentitud torció el cuello hasta mirar en mi dirección. Aunque mirar, lo que se dice mirar, no podía, pues en su cabeza no había ojo alguno. Su rostro era como una máscara de cera derretida. Sus escamas habían perdido su patrón y su textura, llegando a ser imposible distinguir cuando acababa una y comenzaba la siguiente. Sólo las formas generales permitían recordar que allí hubo una cara en algún momento. Incluso sus cuernos estaban deformados en extrañas posiciones, y sus fosas nasales habían quedado enterradas bajo los residuos de sus placas, que también colgaban sobre su labio superior, aunque con el fin de poder usar su olfato se había abierto grotescos agujeros en su nariz a la fuerza.
La impresionante herida me dejó helada, pero comprendí la ventaja que me otorgaba sobre el dragón mutilado. Sin ojos para verme, el rubí dependía de su oído para localizarme, y no le sería fácil dar conmigo en aquella sala reverberante.
El dragón colocó sus fauces entreabiertas, como si hubiera leído mis pensamientos, y me mostró el horno candente que era su garganta. Volutas de humo surgían de las comisuras de sus labios, y la luz de su fuego interior arrojaba sombras crueles entre sus afilados colmillos. No me cupo duda de que el wyrm podía convertir aquella sala en un abrasador infierno, si lo deseaba.
—Tranquilo, padre —dijo un segundo dragón de rubí, que bajaba volando desde lo alto de las escaleras—. No es uno de ellos.
Vi que el wyrm ciego se calmaba, relajando sus miembros y reduciendo la intensidad del fuego que ardía en sus entrañas. Se arrojó al vacío y planeó siguiendo la estela de su hijo, hasta que ambos se colocaron frente a mí.
—¿Ellos? —pregunté.
—Dragones de ónix —dijo el recién llegado, un vivaracho retoño de mi misma edad. Sus ojos turquesa brillaban con una excitación que no me pasó inadvertida—. Vivían aquí antes de hacernos feudo.
—¿Qué pasó?
—Eran unos orgullosos pagados de sí mismos —dijo el padre, con una profunda y autoritaria voz colmada de desprecio—. Llegaron cargando con su torre, y se establecieron como si fueran los dueños y señores de los pantanos. Nuestro clan lleva por estos lares varias generaciones, pero ellos ni siquiera se molestaron en saludarnos, mucho menos en pedirnos permiso. Sus malos modales levantaron muchas ampollas entre los nuestros, pero aún así consentimos que se quedaran, pensando que nos evitaríamos un problema.
»Pero ellos no querían compartir territorio con nadie, así que nos atacaron, convencidos de que obtendrían una fácil victoria. Los muy arrogantes ni siquiera se preocuparon de reunir información acerca de nuestro número o posición. Se lanzaron sin más a la batalla, y los sorprendimos en un fuego cruzado que los dejó bien churruscaditos —rio el dragón, rememorando el episodio—. Por desgracia, los muy bastardos eran duros de pelar. A pesar de que éramos más que ellos, y contábamos con la ventaja de conocer bien el terreno, nos pusieron las cosas tan negras como sus escamas.
Se estableció un incómodo silencio entre nosotros, e intuí que la historia no tenía un final feliz. Quería saber cómo continuaba pero no me atreví a presionarlos, de modo que me armé de paciencia. Al menos ahora tenía la tranquilidad de que no habían venido a atacarme.
—Sólo quedamos mi padre y yo —dijo por fin el dragón joven, triste y furioso—. Dos de sus crías escaparon, heridas de gravedad, pero con los daños que nosotros teníamos no pudimos ir tras ellas.
El rubí se giró para mostrarme su muslo izquierdo. Allí sus escamas estaban disueltas, ofreciendo un aspecto similar al del rostro de su padre. Parte de su cola había sido herida de idéntica forma, por lo que parecía que había sido alcanzado de refilón por el corrosivo aliento de los ónix. Sin embargo, al gran wyrm le habían dado de lleno. ¿Cómo había podido sobrevivir a semejante ataque?
—Lo recibió a bocajarro, y por eso no se le extendió —dijo el hijo. Debía de haber estado mirando con demasiada intensidad a su padre y había adivinado lo que me tenía intrigada—. Mi madre, viendo como se retorcía de dolor, decidió rociarle con una potente dosis de fuego para acabar rápido con su vida y evitarle interminables minutos de sufrimiento. Pero, cuando las llamas lo alcanzaron, sucedió algo inesperado. La niebla oscura absorbió el impacto y el calor, perdiendo fuerza y disipándose en el proceso.
—Irónico, ¿no te parece? Quería matarme, y lo que consiguió fue salvarme la vida.
—La verdad es que si no hubiéramos hecho ese descubrimiento fortuito, nos habrían barrido de la faz de Karysdyr. Muchos de los nuestros consumieron el ácido de sus heridas de aquella forma, y eso les permitió luchar durante más tiempo.
—Lamento mucho vuestra pérdida. Seguro que vuestros parientes disfrutan de una buena posición entre los amados por la Gran Madre —dije. No se me ocurrió nada mejor.
—No te quepa duda —dijo el gran dragón, henchido de orgullo.
—¿Qué te trae por aquí? Si buscas el tesoro llegas muy tarde. Ya lo hemos reclamado —dijo el retoño, poniéndose a la defensiva. Parecía haber sopesado por primera vez la posibilidad de que fuera una saqueadora.
—No me preocupan las riquezas, pues no tengo a donde llevarlas —me apresuré a contestar. Deseaba recuperar cuanto antes el anterior ambiente cordial—. Me llamo Lágrima, y soy una viajera en busca de un hogar. Como ya dije antes, sentí curiosidad por este lugar y me acerqué a investigar, nada más.
—Lo comprendo. Es un sitio bastante inusual —dijo el más joven, y le vi relajarse—. Yo soy Ídolo y este es mi padre, Duelo.
—Escuchamos el escándalo que armaste al llegar, y nos temimos que alguno de los ónix hubiese regresado. Vinimos a asegurarnos de que no saliera vivo de aquí. Me alegro de que no haya sido nada, ¡si fueras un wyrm oscuro hecho y derecho no sé si seríamos capaces de acabar contigo! —dijo Duelo con un suspiro.
—Es una dragona de plata de mi edad, padre.
—¿Es guapa? —preguntó el wyrm con picardía.
—¡Y yo qué sé! —respondió Ídolo titubeante, cogido por sorpresa— ¿Qué clase de pregunta es esa?
Duelo rio a carcajada limpia mientras el rojo de su hijo ganaba intensidad por momentos. Yo también me avergoncé un poco, pero enseguida me dejé llevar por el buen humor del rubí. Al final nuestras tres risas se entremezclaron en la sala, aunque a Ídolo le costó un buen rato volver a mirarme a los ojos.
—Ay, los jóvenes —dijo Duelo cuando logró calmarse—. Si no os importa, me gustaría volver al calor de mi guarida. Este sitio me da escalofríos. Te unirás a nosotros lo que resta de día, ¿verdad?
—Con mucho gusto.



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En el texto hay: magia, dragones, drama accion

Editado: 27.01.2025

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