Lágrima Marchita

Prólogo

‘’El abandono es un temor ancestral; los escalofríos no dejan de recorrer mi piel, y mi alma se degenera lentamente. ¿Cuál es el propósito de esta cruel travesía? Tratar de descifrar estos pensamientos solo me ata a la demencia. Es absurdo cuestionar a las entidades que habitan el cosmos y la quebradiza naturaleza que nos fue concedida. No poseemos control alguno sobre nuestra esencia; sin embargo, ¿ni siquiera tenemos dominio sobre nuestra propia voluntad? ¿Estamos condenados a desvanecernos en el olvido? ¿Es el tormento parte de la creación? La incertidumbre es una condena. Mi carne se estremece. Solo podemos tener certeza de algo lamentable: este mundo es catastrófico. Los dioses nos han abandonado’’.

—Pagonis… —comentó Edel para sí mismo mientras leía—. Un escritor y viajero desaparecido en las enigmáticas selvas de Barna.

El muchacho yacía bajo la sombra de un antiguo árbol, con un pequeño libro entre las manos. El verano en aquella región era sofocante. Una brisa delicada agitaba las hojas sobre él, pero apenas lograba mitigar el calor.

El zumbido perenne de las cigarras se fundía con el leve roce de las páginas al pasar. Gotas de sudor le perlaban la frente y descendían con lentitud.

—¡Edel! —gritó una voz infantil, despedazando la tranquilidad.

Dorian bajaba corriendo por la suave pendiente, tropezando casi a cada paso.

—¿Y ahora qué pasó? —preguntó Edel, cerrando el libro con resignación.

—No te enojes… —dijo el pequeño, sin aliento—. Mi honda cayó al pozo.

—¿¡Otra vez!? —suspiró Edel—. ¿Cómo rayos lo lograste esta vez?

—Intentaba darle a un saltamontes en el muro y… —Dorian gesticulaba con énfasis, como si los movimientos pudieran explicar el desastre—. La cuerda se soltó.

—Te dije que no molestes a los animales —replicó sin ocultar el fastidio.

Dorian bajó la vista. Edel se levantó despacio, se limpió la frente con el dorso de la mano y guardó el libro en el bolsillo del pantalón. Caminaron con prisa bajo el sol abrasador —como si cada segundo les tostara la piel— rumbo al viejo pozo, cuyas piedras cubiertas de musgo parecían guardar historias de otra época. En el fondo, el agua inmóvil devolvía un reflejo tembloroso de la luz del mediodía.

—¿Recuerdas lo que dijo el señor Adim? —preguntó Edel, inclinándose para mirar hacia abajo.

—Que no nos acercáramos sin permiso.

Edel soltó con cuidado la cuerda de la cubeta de madera. El chirrido del mecanismo oxidado resonó al descender. No fue fácil, pero tras varios intentos logró atrapar la honda entre las grietas húmedas. Dorian, sin embargo, no parecía aliviado. Algo lo inquietaba. Observaba atentamente la arboleda cercana.

—Mira… —susurró, señalando apenas con un gesto—. Es un perro grande.

Un temblequeo sacudió el cuerpo de Edel. Sus pupilas se abrieron de par en par, reflejando una combinación de sorpresa y espanto. En ese segundo, proteger a Dorian era lo único que le importaba.

—Dorian… eso no es un perro.

Entre los árboles, una silueta se deslizaba con sigilo: era un lobo. Su pelaje corto y grisáceo se confundía con las sombras del bosque. Avanzaba con una lentitud calculada, con el hocico olfateando el suelo. La cola permanecía baja, pero las orejas, erguidas y atentas, absorbían cada sonido.

—No hagas ruido —advirtió Edel en silencio, tomando la mano de Dorian.

Retrocedieron con cautela y se agacharon tras el pozo. El lobo, ahora un poco más cerca, parecía rastrear el aroma en su dirección. Edel se sentía acorralado; pero de pronto, recordó una conversación que había tenido con Adim tiempo atrás. Mientras recolectaba frutos, sus manos se manchaban de mora, dejando un tinte oscuro que ahora formaba parte de una remembranza lejana.

—Mantén los ojos atentos, Edel —le había advertido el anciano en su momento—. En esta región no es raro avistar lobos.

—¿Deberíamos preocuparnos?

—No demasiado. Rara vez atacan a las personas —respondió con tranquilidad—. Prefieren mantenerse apartados… aunque, a veces, la curiosidad los lleva más cerca de lo que deberían.

—Y si pasa… ¿Cómo los alejamos?

—Con calma. Con firmeza… —explicó—. Y si tienes fuego a tu alcance, mejor. Incluso arrojar piedras cerca de ellos puede hacerlos retroceder.

—¿Y si corro?

—Correr solo despierta su instinto de caza.

—Suena más fácil de lo que pensaba.

—Lo es —asintió—. Pero nunca olvides esto: incluso desde lejos, los lobos saben leer el temor.

La voz de Adim se esfumó en lo profundo de la conciencia del muchacho, dando paso al presente. Edel observó sus palmas, ya no estaban teñidas, sino sudorosas. Sin dudar, tomó la honda y buscó entre la hierba alguna piedra del tamaño justo. La encajó con destreza en el cuero tenso, apuntó hacia un árbol distante… y zas, el objeto golpeó con un chasquido seco contra el tronco. El lobo captó la atención de golpe, olfateó el viento y giró con reserva hacia el sonido.

Edel repitió la maniobra dos veces más, guiando al animal con los impactos por una ruta falsa. El lobo, alerta y desconfiado, se alejó poco a poco en dirección opuesta, perdiéndose entre los árboles.



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En el texto hay: misterio, romace, combates

Editado: 27.08.2025

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