Bajo un cielo grisáceo, el hospicio se alzaba entre la niebla, rodeado por una maraña interminable de árboles. Sus torres afiladas y tejados inclinados emergían como espíritus entre la bruma. En el interior, habitaciones y pasillos apenas se iluminaban con la trémula luz de los faroles de aceite.
En aquel refugio desolado sobrevivían, en su mayoría, enfermos que se aferraban a la vida, aplazando lo inevitable. Los lamentos se confundían con el agrio y persistente aroma de la humedad. Los medicamentos escaseaban, la comida era repetitiva e insípida, y cada noche se convertía en una batalla contra el frío que calaba hasta los huesos.
Cuando la tragedia llegaba, un limitado grupo de voluntarios se reunía. Con el semblante apagado, se adentraban en lo más profundo de la espesura para otorgar el descanso final, repitiendo plegarias en las que ya nadie creía.
Edel no era más que un muchacho. Caminaba con pasos suaves, procurando no hacer crujir demasiado el vetusto suelo. Su apariencia, esculpida por el hambre, y sus manos —ásperas como corteza seca— estaban endurecidas por la fricción constante de la leña que partía cada día. Existía en él algo —quizá su quietud, o la forma en que observaba todo— que irradiaba una paz profunda, casi inexplicable.
Nadie sabía con certeza cuándo había llegado. Algunos decían que siempre estuvo allí, desde que era apenas un recién nacido; otros creían que lo habían abandonado entre los árboles más añejos. Lo único indiscutible era que aquel lugar lo había visto crecer.
A menudo se refugiaba junto a Melia, al pie de los ventanales, dejando que la atención se perdiera en el imperturbable paisaje y que las horas transcurrieran sin prisas. Melia lucía siempre un broche de plata en su cabello color avellana, discreto y empañado por los años. Lo había llevado desde que tenía memoria, y aunque nadie sabía de dónde había salido, ella lo conservaba como un lazo invisible con una familia que jamás conoció.
Ambos compartían un vínculo —y una tristeza— tan arraigadas como las grietas de las paredes. Siempre habían anhelado algo tan simple como el amor de un padre y una madre.
—Cada día quedamos menos. Nadie dice nada… nunca —susurró Melia, abrazando sus rodillas y apoyando el mentón sobre ellas—. El invierno está por empezar, y sé que no habrá comida suficiente para todos. Otra vez.
El salón permanecía sumido en una penumbra casi total, apenas rota por la luz que se colaba a través de los vidrios opacos. Los muebles, desgastados por los años, parecían haber estado allí desde siempre, igual que los libros polvorientos que reposaban en los estantes de madera.
—No te preocupes —aseguró Edel—. Aún tenemos algo de tiempo. De una forma u otra, estaremos bien.
—¿Así como Edward?
—No tienes por qué nombrarlo —respondió, con un dejo de incomodidad.
—Lo siento... —murmuró—. Es solo que no quiero ver morir a nadie más. Deseo que todo esté bien.
Ocasionalmente, Edel y Melia conducían a los demás niños fuera del hospicio, escabulléndose en sigilo hasta internarse en la foresta, siempre rumbo al cementerio. Cada uno sostenía un pequeño ramo: flores silvestres recogidas durante el trayecto, algunas frescas, otras marchitas. Las lápidas, dispersas por la ladera de una colina, no eran más que piedras toscas —muchas sin nombre— cubiertas de musgo o apenas visibles entre la maleza. Allí resguardaban los secretos de quienes se habían ido antes de tiempo.
Edel y Melia solían quedarse más que el resto, arrodillándose en calma, como si sus recuerdos pudieran dar calor a aquellas tumbas olvidadas. Era su forma de no dejar morir del todo a quienes alguna vez compartieron sus días.
—¿Qué harías si yo muriera? —Edel abrió las ventanas, una corriente sacudió la habitación.
—Tu cuerpo parece frágil, pero eres fuerte. Fuerte como un roble. Estoy segura de que vivirás mucho tiempo. Y lo que es peor… —bajó notablemente el tono—, no te lo perdonaría jamás.
Edel le devolvió la mirada. No pudo evitar esbozar una dulce sonrisa, aunque sus pupilas —apagadas como un firmamento sin estrellas— eran semejantes a un vacío eterno.
—¿No me lo perdonarías? —repitió, curioso y burlón.
—¡Por supuesto que no! —respondió ella como si el solo hecho de preguntarlo fuera una ofensa—. No después de todo lo que hemos pasado.
—La vida no ha sido justa con nosotros desde el comienzo. Siempre me ha molestado eso —agregó Edel—. Pero puedes estar segura de algo: no pienso irme a ningún lado. No mientras todos sigan aquí.
—Siempre has intentado cuidar de nosotros —replicó ella, bajando la mirada por un instante—. Alphonse aún no sabe leer, Casandra sigue esperando que su madre regrese, y Dorian… él se la pasa lanzando guijarros —añadió—. El señor Adim también nos necesita. Trabaja muy duro para que todos tengamos lo poco que hay.
Adim era un hombre de pocas palabras, cuya figura delgada se perdía bajo un abrigo demasiado grande. Dueño del hospicio, administraba lo poco que aún quedaba entre esas paredes frías. Junto a otros, recorría la frígida arboleda en busca de frutos, raíces o, con algo de suerte, algún animal.
Los niños no le temían exactamente, pero preferían mantener cierta distancia. Algunos aseguraban no haberlo visto sonreír en años. De vez en cuando descendía al pueblo para intercambiar medicamentos, aceite o mantas; tareas que realizaba con la misma expresión impasible que llevaba desde la muerte de su esposa.
Editado: 27.08.2025