Un silencio desolado cubría todo bajo la oscuridad. En medio de aquella quietud comenzaron a resonar risas lejanas: ecos difusos que se repetían en la negrura, viniendo desde todas partes y de ninguna al mismo tiempo. Las carcajadas se entrelazaban con conversaciones incompletas, palabras fragmentadas, pronunciadas por voces irreconocibles.
Edel abrió los ojos con cautela. La penumbra no había desaparecido del todo, pero ahora lograba distinguir su entorno: paredes formadas por barrotes de hierro; un techo de piedra agrietado por el tiempo. El suelo bajo su cuerpo estaba frío y áspero. Respiró hondo. Ya comenzaba a entender dónde estaba. Una prisión.
Un dolor agudo le hizo apretar los dientes. Se llevó la mano a la nuca: la piel estaba húmeda. Miró su palma. Sangre. No era abundante, pero lo suficiente para inquietarlo. Recordaba el golpe que le habían dado unos minutos atrás… o tal vez horas. Difícil saberlo.
Aún desconcertado, analizó su entorno. Delgadas barras de hierro se elevaban hasta fundirse con los arcos de piedra del techo. Las antorchas de los pasillos apenas lograban emitir un brillo mortecino. El lugar parecía un aposento enjaulado, una arquitectura simple que transmitía opresión y decrepitud.
Edel se incorporó de golpe al escuchar un gruñido bajo que vibró desde la celda contigua, acompañado de una respiración pesada. Giró la cabeza y, entre las barras, distinguió un rostro lobuno cubierto de pelaje cobrizo. El corazón le dio un vuelco. Adim le había hablado en más de una ocasión de las distintas razas que habitaban el mundo, pero verlo con sus propios ojos era distinto. Mucho más impactante.
—¿Quién eres? —preguntó con cierto temor, retrocediendo sutilmente hasta sentir el hierro helado en la espalda.
El ser lo observaba desde hacía un rato, con sus ojos amarillentos, casi luminosos.
—Solo un hombre bestia —respondió con un susurro afónico, los colmillos relucían bajo la tenue luz.
Unas manos delgadas y descoloridas se extendieron de pronto desde los barrotes detrás de Edel, y lo rodearon.
—Tenemos a uno nuevo por aquí —murmuró una voz femenina.
Edel se apartó de inmediato, escabulléndose hacia el centro de la celda.
—Vamos, no seas tímido, regresa —rió la mujer—. Solo quiero un poco de carne fresca.
—Será mejor que te mantengas a distancia, muchacho —advirtió el hombre bestia—. La mayoría aquí ya perdió la cordura. No son más que recipientes vacíos.
La mujer intentaba alcanzarlo, estirando sus extremidades con uñas negras como garras, mientras balbuceaba incoherencias. Los movimientos eran erráticos, impulsados por una desesperación salvaje. Bastaron algunos segundos para que desistiera y retornara a la oscuridad de sus cuatro paredes.
Edel se llevó ambas manos a la cabeza, deslizando los dedos entre su cabello. Todo parecía irreal. Quería gritar, correr lejos de allí… pero tal vez no existía forma de escapar de aquel averno. Solo recordaba el bosque, y la libertad que allí se respiraba.
—¿Dónde estoy? —preguntó con un tono tembloroso.
—En tu nuevo hogar —replicó el hombre—. Será mejor que te vayas acostumbrando.
El goteo del techo se mezclaba con los quejidos de algunos prisioneros. La mente de Edel buscaba aferrarse a recuerdos dispersos. Voces vagaban en su interior: el señor Adim, Melia, sus amigos. Promesas rotas. Ahora no quedaba nada, ni nadie. Solo la aplastante realidad y los desconocidos que lo rodeaban.
Edel bajó la cabeza. La incertidumbre lo atrapaba, igual que la ira que luchaba por contener. No eran solo los barrotes los que lo aprisionaban, sino también las cadenas de su propia mente.
«No merezco estar vivo —se dijo con resignación—. ¿Por qué no me mataron? Nada de esto tiene sentido».
Observó su palma manchada de rojo. «¿Seré el único que sigue con vida? ¿Habrá escapado Melia?».
—¿Sabes dónde están los demás? —preguntó apenas audible, más para sí mismo—. ¿Mis amigos?
—No lo sé —respondió el hombre con calma—. Solo vi cómo te arrojaban aquí.
Edel intentó reprimir los pensamientos. Si seguía así, perdería la poca paciencia que le quedaba. Y tal vez el juicio.
—Me llamo Edel —dijo al fin, forzándose a sostener la mirada del extraño—. ¿Y tú?
El hombre tardó en responder, como si pronunciar su nombre fuese un peso innecesario.
—Kait.
—¿Cuánto tiempo llevas encerrado? —preguntó Edel, tratando de empatizar un poco.
—Cuatro años. Cuatro malditos años viendo este metal oxidado.
Edel notó que la entrada de su celda no tenía candado. Bastaba con empujarla. El corazón le palpitaba mientras extendía un brazo tembloroso hacia los barrotes. Pero la voz seca de Kait lo detuvo.
—Ni siquiera lo intentes.
—La puerta está abierta… ¿y quieres que me quede aquí?
Kait soltó una risa breve, sin humor, casi dolorosa.
—¿Por qué crees que están abiertas? —replicó—. No necesitan cerrojos.
—¿Qué quieres decir?
Kait bajó lentamente la mirada. Luego, con un gesto resignado, levantó su capa y dejó al descubierto el vacío donde debería estar su brazo izquierdo.
Editado: 27.08.2025