Lágrimas de fuego

1 - DABRIA

 

 

Temblaba de emoción. Me era imposible levantarme pese a que estaba revoloteando en el asiento. Era uno de esos momentos en los que le dabas tantas órdenes al cuerpo que no obedecía ninguna. Estabas en mil sitios y en ninguno a la vez.

—¿Te encuentras bien, muchacha? —me preguntó el taxista al no verme intención ni de abrir la puerta.

—S… sí, ahora voy. —Abrí y me bajé del coche mirando hacia ambos lados como si no supiese cómo había llegado ahí, simplemente, me habían colocado en el lugar y ya.

Sentía tanta alegría dentro de mí que no sabía qué hacer. Veía mi casa tan próxima y lejana, tan cercana y extraña… Como si nunca me hubiese ido y a la vez hubieran pasado mil años desde que lo hice. Parecían décadas sin estar ahí, como si hubiese arribado de una larga travesía por un mar intempestivo lleno de obstáculos que salvar.

Cogí mi mochila y me la puse al hombro sin quitarle ojo al edificio que tantos recuerdos albergaba. El taxista salió del vehículo para ayudarme con las maletas. Era un hombre de unos cincuenta años, con el pelo más blanco de lo que debería pero con pelo, al fin y al cabo. No habíamos conversado durante el trayecto, quizá fuese porque no era muy conversador o porque mi actitud lo había llevado a dejarme sumida en mis pensamientos por educación.

—Aquí está bien, no se preocupe —le dije cuando posó mis bultos sobre la acera.

—Puedo ayudarte a subirlas si quieres —me ofreció mirando las escaleras de mi casa.

—No es necesario. ¿Cuánto le debo? —Rebusqué en la mochila para sacar mi cartera.

Le pagué y sacudí la mano para despedirme. Tan pronto el vehículo arrancó, mis pies lo acompañaron gastando suela escaleras arriba.

Estaba ahí, por fin estaba ahí. Aspiré con fuerza ese olor tan característico que solo cada uno reconoce como su hogar. Golpeé la puerta un par de veces con los nudillos y esperé con poca paciencia.

—Voy —gritó desde la sala, seguramente—. ¿Quién es?

—Ded. —No me dio tiempo a explicar más.

—Dabria. —Abrió la puerta sin cuidado, provocando los quejidos de las bisagras—. ¡Cielo santo!

Al verme se quedó estático. Me miró de arriba abajo un par de veces. Los ojos se le humedecieron, pestañeó con rapidez para evitar que el agua se le escapase. Yo por mi parte no me empeñé en nada, empecé a llorar, me arrojé a sus brazos y lo apreté con mucha fuerza.

—Mi niña. Ay, mi niña. —Me acariciaba el pelo con suavidad. Cuánto había echado de menos la calidez de sus brazos—. Déjame verte. —Me separó con cuidado para observarme. No tardó en darse cuenta de que nada andaba bien, que todo iba mal. Su cara experimentó varios sentimientos a medida que su mirada recorría desde mi cabello hasta la punta de mis pies. Su rostro se contrajo al centrarse en el mío, arrugó el entrecejo unas tres veces hasta que casi se le superpusieron los ojos. Después de ese breve e intenso recorrido de sentimientos, se irguió y recompuso la postura. Apoyó su mano en mi hombro y dijo—: Ya estás en casa, Dabria. Ya todo ha pasado.

—Ded. —No me salían las palabras, pero mi mirada lo decía todo. Sabía que mi abuelo me entendía, sabía lo que necesitaba.

—Lo sé, mi niña, lo sé. Ahora estarás bien, Dab. Te pondrás bien, mi niña. —Tiró de mí hasta que quedé de nuevo entre sus fuertes y tiernos brazos. Solo nos separamos cuando estuvimos preparados para hacerlo.

—¿Me ayudas con las maletas? —Le sonreí, sorbiendo los mocos y secándome los ojos.

—Por supuesto. —Me devolvió la sonrisa antes de abrir la puerta. La sonrisa más triste que jamás le había visto. Podía leer todos los sentimientos que se mezclaban en su cabeza como si se tratase de un encefalograma.

No podía menguar el dolor tan grande que le estaba causando a la persona que más quería en el mundo. Mi llegada en ese estado lo consumiría. Al contrario que a mí, que me devolvería a la vida.

—¡Vaya, Dab! Creo recordar que no habías llevado tantas cosas como traes ahora —comentó al ver mis maletas.

—La carga es mucho más pesada, ded. —Le sonreí y tomé una maleta—. ¿Crees qué podrás subir esa? —me burlé señalando la más pequeña.

—Siempre podré con toda la carga que te traiga a casa. No me importa lo pesada que sea. La pregunta correcta sería si puedes tú. —Claramente, ninguno se refería al equipaje.

—Podré. Y más sabiendo que tú estás aquí por si me resbalo. —Le sonreí con cariño y tiré de la maleta escaleras arriba.

Antes de que yo preguntara por él, mi gran peluche con vida comenzó a ladrar. No pude evitar sonreír de oreja a oreja.

—Anda, corre, le dará un infarto si no dejas que te babee hasta secarse. Te ha echado mucho de menos.

Dejé el bulto con ruedas en el rellano y corrí hacia la puerta trasera. Nada más bajar la manilla, una fuerza brutal empujó sin control por el cacho rectangular de PVC que nos separaba del exterior. No pude evitarlo, caí de culo en el suelo y la enorme bola de pelo me cubrió de ternura. Lo acaricié y permití que me babease cuanto quisiera; lo abracé mientras remoloneaba y le rasqué la barriga mientras se estiraba plácidamente alentando con la lengua de lado.

—Yo también te he echado de menos, Chicho.

—Dabria, lo dejaré todo en tu cuarto. Lo recogeremos más tarde —me informó mi abuelo arrastrando la última maleta hacia mi habitación.

—Por supuesto. No hay prisa, ded, tenemos todo el tiempo del mundo. —Me levanté y caminé junto a mi abuelo con Chicho golpeándome con el hocico para que no dejase de acariciarlo.

—¿Quieres tomar algo? ¿Te apetece un café? —me ofreció.

—Claro, me encantaría. Te ayudo a prepararlo.

—De eso nada. Siéntate en el sofá, que enseguida los llevo. No quiero que Chicho rompa algo, así que tranquilízalo.

—Está bien.

Caminé hacia la sala; estaba igual que siempre, igual a como la había dejado antes de partir. Anduve por la estancia observando todos los detalles. Las estanterías atestadas de libros, ordenados por géneros y en orden alfabético. Las fotos colgadas de la pared: mis padres, mi abuela, el abuelo y yo, Chicho, Laura… Todos estábamos en ellas, todos mis recuerdos, mi vida. El sillón donde el abuelo leía por las tardes se encontraba en la misma posición; el libro posado en la mesita, abierto hacia abajo —seguramente, lo habría dejado así para ir a abrir la puerta—; y la taza de café, ya vacía, cerca del libro.



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En el texto hay: romance

Editado: 26.11.2020

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