Seguía mirando el techo. Llevaba horas en la misma posición, estirado sobre la cama con los brazos cruzados bajo la cabeza observando a mi pequeña. No podía creerlo, no podía aceptarlo.
¿Cómo iba a ser mi vida a partir de ahora? ¿Cómo sería si tan solo habían pasado horas? Exactamente, catorce horas y diecisiete minutos, y ya me moría por verla. Me subía por las paredes. La impotencia y la tristeza me tenían en un estado que no sabía cómo caracterizarlo, la verdad. Me sentía mal, realmente mal. No me dolía nada y me dolía todo. Sabía que se marcharía, que me dejaría; ese momento había sido mi peor pesadilla desde que había salido del hospital. Lo entendía, la entendía. Por supuesto que lo hacía. Había estado al borde la muerte de la manera más cruel, había perdido mucho, demasiado, tanto que nunca sería la misma después de lo vivido; suficiente sería con que llevara una vida normal.
Sin embargo, pese a todo, yo la quería a mi lado, quería sumirme en un profundo sueño y despertar pegado a ella. La locura se haría con mi cordura; si no iba a buscarla, mi juicio se iría por el río Neva.
Tenía que ir a buscarla, pero le había prometido que no lo haría; bueno, no era del todo cierto y, de todas maneras, cumplir mi palabra no era mi mayor virtud. Por lo menos respecto a mis deseos más profundos, seguía siendo yo: actuar sin preguntar, tomar lo que me placía y arremeter contra todo si me jodían. Sí, ese seguía siendo un buen resumen de Miki. Siempre había hecho lo que me daba la gana y, sin duda, de lo que más ganas tenía en ese momento era de coger un avión y traerla de vuelta. Pero esa vez era distinto. Quería que sanara, quería darle tiempo para recuperarse, deseaba que fuese feliz; por encima de todo, incluso de mí mismo, quería su felicidad.
Iba a costarme mucho esperar el momento adecuado porque para mí ese momento sería mañana mismo. ¿Y cuánto tiempo se suponía que tendría que esperar?, ¿cuándo estaría lista para verme?, ¿cuándo sería el momento adecuado?, ¿un mes?, ¿dos?, ¿un año?
Si le concedía poco tiempo, me tacharían de pesado y de invasor de la privacidad; si le concedía demasiado, me olvidaría, le daría tiempo para rehacer, quizá conociese a otro… ¡Oh, no, no, no! De eso nada. El único hombre con el que estaría sería yo, yo sería su futuro.
Unos golpes secos en la puerta me devolvieron al presente.
—Adelante —respondí incorporándome en la cama. De nada valía seguir allí, total, para no dormir.
—Mikhail. —Genial, se trataba de algo importante. Siempre que mi padre irrumpía en mi habitación llamándome por mi nombre completo, el tema requeriría toda la atención.
—No me lo digas, han encontrado el cadáver. —Lo cierto era que se habían demorado, aunque quizá la demora fuese en llamarnos y no en el hallazgo del fiambre.
—Exacto. Vasyl ha llamado, gritaba tanto que no entendí lo que decía. Luego se puso Dusan y exigió una reunión inmediata.
—¿Qué le has dicho?
—Me hice el loco, como si no supiese nada.
—¿A qué hora hemos quedado? —De nada valía preguntar si había aceptado reunirnos. Me moría por ver la cara desencajada del hijo de puta de Vasyl.
—Le he dicho que iremos hacia allí tan pronto pudiésemos. —Mi padre elevó las cejas y sonrió. ¡Vaya! Una broma en un momento tan serio no era propio de él, pero esa muerte nos alegraba a todos más de lo que habíamos admitido en alto.
—Está bien. Me daré una ducha, no tardaré.
Pese a que me había sobrado tiempo para ducharme, comerme un bollo y beberme una Coca Cola, no quisimos llegar demasiado temprano; esperamos un poco para ponerlos nerviosos.
Aleksei me llamó mientras íbamos de camino hacia los juzgados. La conversación fue breve pero interesante. Acababa de descubrir quién había sido el traidor que nos jodió en el Bol’shoy. No era de nuestro círculo, eso era impensable. Ninguno de mis amigos nos traicionaría, lo mismo que las cinco familias, a excepción de Sokolov, que no lo tenía tan claro.
Aun así, no me esperaba que Damyan nos traicionara; llevaba trabajando con nosotros años, y antes lo habían hecho su padre, su abuelo… Lo que me llevó a pensar que su lealtad nunca estuvo con nosotros.
Veinte minutos más tarde, entramos en los juzgados. Esa vez con el pecho lleno de alegría, al igual que el resto. Todos nos acompañaban: mi tío, los gemelos, mi cuñado, Aleksei y un buen puñado de nuestros hombres, entre ellos, el traidor. No era lo habitual, cuando se trataba de una reunión con las cinco, acudíamos solos o con la familia; pero esa no era una reunión normal, estaban acusándonos de matar a un miembro de los Kovalenko. Estaba seguro de que tendrían un arsenal dentro, de que habrían llamado a los máximos oyentes. No me equivoqué. Al abrir la puerta lo corroboré; pocas veces la estancia estaba tan abarrotada. Muy bien, que empezase la función.
—Buenas noches, señores —saludó mi padre con tranquilidad—. Vasyl, Dusan. ¿Qué ha ocurrido?
Los miembros de las cinco familias observaban con mucha atención. El ambiente estaba tenso, muy tenso. Lo más probable era que nuestros socios ya hubiesen puesto al corriente a los presentes, les hubiesen calentado la cabeza y bombardeado patrañas en contra nuestra. Me traía sin cuidado, a decir verdad.
—¿Que qué ha ocurrido? ¿Crees que soy imbécil, Egor? —A Vasyl a punto estaban de salírsele los ojos de las órbitas.
—Ponnos al corriente, parece que somos los únicos que no sabemos qué está sucediendo. —Mi progenitor seguía haciéndose el loco. De forma serena, estaba sacando a Vasyl fuera de sí.
—No juegues conmigo, Egor. No te atrevas a… —Era momento de intervenir, había olvidado los modales.
—Cuidado, Vasyl. No te olvides de que le estás hablando a tu jefe.
—¡Cállate la puta boca, Mikhail! Has sido tú, tú tienes la culpa de que mi hermano esté muerto.
Sus gritos no me importaron. Tomé aire y respondí con calma: