La tierra hervía y una vaga niebla de calor lo cubría todo a pesar de seguir brillando el sol casi en el horizonte. Por aquí y por allá avanzaban serpenteando escorpiones y víboras de aspecto aterrador sobre el caliente y agrietado suelo arenoso, buscando en quien probar su tóxico veneno de muerte, y otros insectos esperando el abrigo invernal de la noche para salir a estirar sus pinzas.
No faltó mucho más de unos minutos para que la esfera dorada y escarlata se fuese fusionando con la línea oscura del horizonte. Ahí, entre dos dunas de arena grisácea, una figura humana apareció de pronto con los últimos rayos de dorada luz del moribundo sol acariciándole. Pero esa luz que su figura despedía, no era la luz del astro rey, sino una resplandeciente luz propia de su piel nacarada y sus ropajes blancos y dorados. Y por sí fuera poco, de su espalda crecían dos apéndices curiosos propios de las aves.
Era un ángel, una joven mujer de rostro tan hermoso y blanco que parecía bellamente esculpido en mármol. Su cabello era oscuro como la noche que comenzaba a cernirse sobre el páramo. Sus ojos parecían dos estrellas extremadamente luminosas, con un deje de convicción y dulce humildad en las iris, y una refulgente llama de osadía dentro de sus pupilas.
Iba descalza y sus pies dejaban una huella tras ella junto a la que trazaban las plumas más largas de sus alas. El abrazador calor de la arena no parecía hacerle el mínimo daño, o eso aparentaba. Caminaba y veía fervientemente hacia adelante con decisión, fijando su vista en algo más allá de lo que estaba a su alcance, algo lejano y prohibido.
La noche se tragó hasta el último rayo de la luz solar, dejando únicamente el resplandor puro y sin mancha de esa hermosa ángel, mientras un manto oscuro reemplazaba al cielo grisáceo, una noche sin luna ni estrellas cubrió el desierto. Pero ella continuó su camino con paso firme y la cabeza imperiosamente alta, como si a pesar de lo que hacía, no estuviera para nada arrepentida, ni siquiera cuando advirtió el profundo despeñadero al frente.
Entonces a sus oídos llegaron los lamentos y gritos más desgarradores que uno se pudiera imaginar. Gritos de dolor desconsolado, de suplica y llantos estridentes a lo lejos, desde el fondo del acantilado acompañados de horrendos bufidos de bestias desconocidas. El infierno, lugar de tormento y tortura.
No se detuvo, sin embargo su paso se volvió errático, tosco y sin voluntad mientras su respiración sonaba con cada paso más forzada y menos profunda, como si tuviera un nudo terrible en la garganta, imposible de tragar. Como si se estuviera forzando a retener las lagrimas que amenazaban con derramarse en cualquier segundo. Su luz se fue apagando hasta que su piel dejó de ser luminosa, pero permaneció blanca y pura.
A un paso del acantilado ella cerró los ojos suavizando aun más sus angelicales facciones y se dejó caer hacia adelante sin ningún cuidado por el borde del acantilado. Pero antes de que cualquier cosa ocurriera una barrera invisible la repelió suavemente hasta dejarla sentada en el borde del despeñadero, donde rompió a llorar. No podía entrar, el infierno no es el lugar para un ángel.
Las lágrimas eran tantas, que le mojaban la blancura de la ropa y sus sollozos resonaron por encima del angustioso griterío. Su dolor era inmenso y no podía más que llorar para lavar sus penas dejando desbordarse los sentimientos por sus ya no tan luminosos ojos. Lloraba y sufría por alguien en específico que yacía ahí abajo entre el fuego, la sangre, y la despiadada tortura y que, si se concentraba, podía oír sus desconsolados gritos de dolor.
Se envolvió en sus alas mientras se agachaba, encogiéndose sobre sí misma hasta hacerse pequeña y sus lágrimas mojaban el suelo y bajaban lentamente como un río de plata y cristal liquido hacia el infierno.
No lo sabía, pero sus lágrimas sí podían traspasar la barrera que ella no, podían bajar hasta los profundos y recónditos lugares del infierno y, por gracia del altísimo, caían directamente sobre su amado haciendo más que solo refrescarlo.
Para él, era su consuelo, su única esperanza en el sufrimiento. Pero más que eso, el rocío lo cubría de su amor, que le protegía por sobre los demonios y sus torturas inimaginables. Se volvía invisible a sus ojos pues ellos no conocían ni entendían lo que el amor significaba y por eso nunca llegaron a tocarlo.
Y cada noche, ella se escapaba del cielo para visitar la frontera del infierno y regar sus gotas de luz por él, guardándolo y protegiéndolo con su amor incondicional como lo hizo a la distancia en vida.
Era su forma de guardarle el luto que merecía su amado.
En vida, él nunca la conoció. Nunca fijó sus orbes de plata verdosa en ella y jamás lo hubiera hecho por la gran diferencia que existía entre ellos. Pero más allá de la muerte, se encontraba extremadamente agradecido y ansiaba conocer a quien fuera que le estuviese concediendo una segunda oportunidad. Su corazón se había ablandado considerablemente al pensar constantemente en lo injusto que era, pues se merecía el castigo, todo ese sufrimiento que los demás sentían, debía recaer sobre él y sin embargo no lo recibía.
Muy en su interior guardaba la esperanza de agradecerle a quien sea que le ofrecía tanto sin merecerlo. Pero no había ninguna, él no podría salir y ella nunca podría alcanzarlo.
Él estaba de pie junto a la pared de roca volcánica, recibiendo el refrescante baño de luz, calor y amor, sintiéndose corresponder y querer abrazar esa sensación, sabiendo que nunca se había sentido merecedor de tanto. Los demonios saltaban, chillaban y rugían estridentemente y los gritos y lamentos eran ensordecedores, pero él sólo oía un silencio divino llenarlo de paz por unos cortos segundos. Sintiéndose dichoso, sintiéndose capaz de amar.
Editado: 25.10.2024