Erase una vez una princesa que bebía agua de las nubes, bailaba en el ocaso iluminada por la luz de la luna, y a veces se comía las flores de azahar. Era tan hermosa que a veces la luna se sonrojaba cuando la princesa la veía. Su cabello era como una estela oscura, ondeando cual si la brisa tibia la persiguiese Su piel era como un dulce cacao claro, parecida al caramelo; pero más dulce. El rostro de ella, decían, lo había esculpido un Ángel, personalmente, así mismo su cuerpo; como el de una gemínide o una dríade prófuga. Sin embargo, no conocía el amor.
Algunos escucharon que sus besos podían hacer llegar al Nirvana, y que un solo roce de su piel te llevaría al Ataraxia. La Princesa era la adoración de todos, que la idolatraban y deseaban tan sólo verla caminar cerca para ser felices.
Dirían que su vida era aburrida, pero adoraba los juegos. A veces salía del palacio para jugar con las flores, que le cantaban. Otras; danzaba con los animales, con ciervos y tigres, canarios y cocodrilos. En ocasiones se la veía reír con un troll azul, o si el día era raro; jugaba a las palmadas con los ogros. Muchas veces se la oía tocando el violín con los elfos en lo profundo del bosque. Ya a muy altas horas de la noche su padre, el rey, mandaba al zorro Albino-gigante que la buscara, y como ella no dormía; la encontraba haciéndole trenzas a las largas cabelleras de los elfos, o pintándole las uñas gruesas a los ogros, también pintaba al óleo a los trolls azules. Ella se montaba en lomos del Zorro, y cuando volvían al Palacio es que ella notaba lo lejos que había entrado en el bosque. Al llegar, la dama de compañía le peinaba el cabello, y al suelo caían las hojitas y ramitas. Luego la Princesa se lavaba con aguas perfumadas, se vestía con seda oscura y cuando conseguía distraer la atención de la Dama de Compañía, se montaba en un Albatros gigante para volar a la luna durante la noche. Allá en lo alto comía queso, y el hombre de la luna le daba manjares. Y así, el reino y la luna la amaban.
Sin embargo, había algo que ella no sabía, y que los demás ignoraban; a nadie se le ocurría que la Princesa se pudiese enamorar.
Cerca de un estanque adornado con flores de nomeolvides, azahares e ixoras, en donde los pájaros bebían con pequeños piquitos y las bestias sorbían, la Princesa se bañaba. En su cabello se entrelazaban los pétalos y las hojas que habían en el agua. Sin notarlo un enorme gato negro, más grande que un ligre; se le acercó, pues ella estaba en la orilla. Ella lo oyó respirar cerca, y volteó a verlo, pero no se asustó, rara vez se asustaba. En sus ojos verdes como esmeraldas ella vio dulzura, y lo acarició.
Ronroneó.
Cerca de allí, tras un árbol de roble un muchacho se movió; era un Príncipe, vestido de galas y empuñando una espada reluciente al sol. Sonrió y le ofreció una reverencia. Ella le devolvió el saludo sin demora, se volteó y continuó nadando en el estanque. Él envainó el refulgente arma, se liberó de sus prendas y le preguntó a la Princesa si podía acompañarla. Ella, sin verle mayor importancia, lo aceptó. Sin embargo ambos nadaban equidistantes, pues ella no se le quería acercar demasiado, y él no deseaba incomodarla.
—He oído de vos, vuestro nombre es escuchado más allá de las Puestas de Sol —dijo el Príncipe, desesperado por atraer su atención—, sin embargo sé que vos no sabéis de mí, pues sois famosa por no prestar atención a las hazañas de los hombres ordinarios, y en cambio gustáis de codearos con los seres místicos. Algo fascinante, me parece.
Él la miraba con atención, pues su belleza lo hipnotizaba. Ella a su vez, apenas y le oía. Los hombres eran algo que a ella no le importaba mucho. Quemaban los bosques, mataban y se regodeaban de todo ello, algo que ella sentía como una barbarie. Pero, no podía estar cómoda siendo descortés, y decidió ceder un poco, para regalarle al príncipe un tanto de atención. Al verlo sumido en su soliloquio tuvo un esplendor de ternura. Le gustó su cabellera negra cayendo en su rostro fino y fuerte. Se sintió atraída por los ojos azules que le recordaban a las flores vírgenes. La albergó de repente una oleada de deseo al notar el color rojizo de sus labios, que se movían sin parar, creando palabras para impresionarla con tanto ahínco. Y sin querer; sonrió.
—Calla, calla. Es suficiente perorata. Sé lo que has oído, porque a mis oídos llegan todas las historias. Sé quién eres, Gallardo Príncipe. Sé muchas cosas, porque me cuentan muchas historias —dijo la Princesa.
—¿Entonces por qué habéis estado tanto tiempo en silencio? He hablado horas, y apenas me habéis mirado —indicó el Príncipe.
—¿De qué me servía hablar si no tenía nada que decirte? —respondió ella sonriendo.
Salió entonces ella del agua, y el Príncipe se sonrojó, provocando una risa tenue de la Princesa. Cerca, en una rama, colgaba sus vestido de seda negra. Él también salió del agua, para que ella también notara la belleza de su piel desnuda. Pero ella no volteó hasta que él estuvo vestido. Allí comprendió que el Enorme Gato Negro le pertenecía al Príncipe, pues tenía prendidas al lomo las alforjas de él.
Ella lo invitó a volver al día siguiente, pues era noche cerrada y el Zorro albino-gigante llegaría pronto a llevarla al Palacio.
Él prometió estar allí.
Esa noche el Hombre de la luna la notó distante, como víctima de su propia ataraxia, y no comió queso ni manjares. Y en vez de mirar al lejano cosmos, como antes, miraba fijamente la tierra. Y sonreía.
Al día siguiente ella volvió al mismo estanque, y allí estaba él, mojando sus pies descalzos en el agua cristalina. Al verla su mirada resplandeció. El Enorme Gato Negro dormía bajo las sombra de un arce. Ella se sentó junto al Príncipe, y estaba cómoda allí. Aunque él no le hiciese trenzas con flores de azahar, ni le cantara o le adorase. Ella se sentía diferente, pero le gustaba tanto. Y sintió una punzada en el pecho, chiquita; no más que un pinchazo siquiera. Pero lo ignoró. En los ojos del Príncipe ella encontraba un manantial; y de repente se percataba que tenía mucha sed.