Lágrimas y estrellas -antología de cuentos-.

Luna de queso.

Tengo estos sueños y parecen tan reales.

Y me parecen mucho más que sueños.

I had a dream by AURORA.

 

 

 

   Fue una vez, en un lugar extrañamente bello, lejano, casi olvidado ya; dónde aún había magia. No magia de ésa barata que hay por doquier, ya sabes; truquitos de prestidigitación, conejos de sombrero, aves de la nada aparecidas, y cosas por el estilo. Oh no, querida lectora, se trataba de Magia Verdadera. Al caminar por aquel vasto lugar; podías observar maravillosas hadas, con alas brillantes como linternas en la noche; hermosos unicornios, tan blancos como las nubes prístinas de primavera; aves de miles de colores exóticos que nadie sabe distinguir. Y muchas otras cosas que luego terminaré de contar.

 

   Pero, un día, en la pradera llena de amapolas amarillas, rosas rojas, cayenas y orquídeas violetas; llegó alguien en un enorme potrillo alado. Era, como imaginarás, querida lectora; un potrillo precioso, del color de la crema dulce de un pastel, y aunque era un pequeñito su crin y cola eran largos; cómo si fuesen un manto bellísimo. Su montura era de algodón dorado, adornado con cristales de amatista y cuarzo violeta. Su jinete era, en realidad, más hermosa aún que el propio pegasito. Bajó de un salto las monturas; haciendo revolotear sus largos cabellos caoba, que le acariciaban la espalda y las mejillas con bellos tirabuzones como chocolate. Miró maravillada lo que la rodeaba; sus espléndidos ojos castaños se asombraban observando las flores cándidas de la vastedad. Sonrojadas sus lozanas mejillas, sonreía de oreja a oreja.

 

   —Niña Fleur, ¿qué hará ahora? Aquí está lo que le dije, el Reino de los Arces y Flores —preguntó el potrillo alado.

 

   —Ay, mi pequeño Rocío, ¿acaso no te dije ya lo que haríamos cuando salimos de casa? —Dijo la pequeña niña, alisando los pliegues de su bello vestido magenta—, aquí (he oído) se puede llegar a la Luna, ¡la Luna! Y probar su deliciosa composición.

 

   —Tal vez yo sea medio ignorante; pues solo me la mantengo comiendo hierbajos, trotando, volando y durmiendo, ni siquiera sé leer. Pero no tanto como para pensar que la Luna está hecha de algo comestible... ¿Quién en su sano juicio querría probar el sabor de la Luna? Se ve tan blanca y sinsabor —decía Rocío, colocando en su caballesco rostro una mueca de desagrado.

 

   —Mira —empezó a decir Fleur mientras se alejaba caminando por el campo de flores, que le rozaban las medias largas y algodonadas—, no tienes que probarla tú; pero yo sí que lo haré. He oído cosas. Dicen que sabe a pastel de crema blanca; pero mil veces más dulce y rica. También, me dijo una vez un caballero del castillo de mi padre, que era como degustar un bocado de lo más delicioso que se pudiese probar jamás.

 

  Viendo que la niña ya se alejaba bastante, dejando un sendero entre las miles de flores, el potrillo la comenzó a seguir a medio trote; aleteando como una mariposa posada en una flor. Cuando estuvo a su lado al caminar, la niña volvió a su discurso animado.

 

   —Y, según me dijeron los otros caballos alados del palacio; aquí hay maneras de llegar a ella, ¡a la Luna, Rocío!

 

   »Aunque nadie me ha dicho cuáles son esas "maneras" de llegar... Creo que lo podremos averiguar —viendo que el corcel no se animaba; Fleur intentó una nueva estrategia para ponerlo más a su lado, «después de todo es mi único amigo, y me vendría bien tenerlo de mi lado», pensó la niña—. He oído rumores sobre unos manzanos mágicos, ¿sabes?, ¿No te gustaban los manzanos?

 

      Rocío la miró con el rostro menudo, asombrado e iluminado por la repentina insinuación. Por lo tanto, dejó de insistir en lo absurdo de comer un trozo de la Luna.

 

   Al terminar el campo de flores, los pequeños llegaron a una delimitación de árboles esbeltos y hermosos, rododendros rojizos, altos arces de hojas anchas y pinos y abetos. Ambos miraban maravillados a su alrededor; pues aunque en donde ellos vivían habían arboledas y bosques pequeños, estos árboles eran mucho más altos y se veían antiguos. Y casi no le sorprendió a nuestros protagonistas el que uno de ellos, un bello arce, hablara en un tono claro y fuerte, con voz ronca y profunda, dijo:

 

   —Buenos días, mis pequeñísimos foráneos —saludó el inmenso árbol, cuyo rostro ahora se distinguía perfectamente; unos pequeños agujeros en la corteza (como hechos por un pájaro carpintero) hacían las veces de ojos, he incluso se podían distinguir, de entre la dura corteza, las nobles arrugas; su nariz «digo 'nariz' porque esto supuso Fleur al verla» era una larga y gruesa rama que se retorcía hacia abajo con unas hojitas en la punta; y su gran boca, surcada por las comisuras muy marcadas de la sonrisa amplía y sin dientes «como un viejito» pensó Fleur.

 

   »¿Qué los trae por aquí? Si puedo saber —preguntó el agradable arce al ver el mutismo de la niña y el potrillo.

 

   Fleur no sabía qué responder a un árbol parlante, pero se veía agradable y confiable, además, era un árbol; y como los árboles son muy viejos de seguro saben cómo llegar a la Luna. Por lo tanto sería bueno tenerlo de amigo.

 

   —Venimos a probar la Luna —dijo al fin, no muy segura de sus palabras pero, llena de valor, continuó—, ¿Acaso... usted sabe cómo se puede ir allá?

 

   —Me temo que no, mi dulce niña, pero sé de alguien que sí sabría... Sin embargo, ¿no eres muy pequeña para hacer tal viaje? —inquirió el Arce, que miraba con una ceja levantada a la niña.

 

   —No. No lo soy. —dijo decidida, tratando de ocultar la ofensa de aquellas palabras.

 

   —Bien... Bien, no lo eres. Después de todo has llegado hasta aquí. Ahora, déjame recordar quién sabe cómo llegar a la Luna... —el Arce se mordió (sin dientes) los labios (de madera), como concentrándose en acordarse.



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En el texto hay: cuentos cortos, drama amor, fantasía drama

Editado: 08.12.2020

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