"Oh, las luces se apagan justo en el momento
Que nos encontramos después de perdernos.
Yo solo quiero estar a tu lado,
Si estas alas pudieran volar,
Por el resto de nuestras vidas".
Wings by Birdy
¿Ven ese pequeño pájaro sin alas?, el que está sentado al borde de ese altísimo acantilado de piedra negra. Él no puede volar, pero le gustaría; y a lo lejos observa como las siluetas de las otras aves (ésas que sí vuelan) se alzan en el cielo naranja del ocaso. Mientras las mira bailar en medio del moribundo sol, que da paso a la noche viva, se pregunta porqué no se le fue dado el don de remontar los aires. ¿Sería un castigo? Y si éste era el caso, ¿castigo por qué? Desde que había abandonado su inerte cascarón jamás había hecho algo malo. Si no se hace algo malo no se puede ser castigado, ¿a que no?
Pero no era un castigo enviado del cielo, o alguna índole de maleficio impuesto sobre él. Este pequeño simplemente era un kiwi. Un animalito peculiar; que se paseaba con sus miles de iguales por los vastos bosques. Y no se trataba de que fuesen desgraciados al no poder elevarse con gracia por los cielos, más bien eran conformes con su condición de terrestres almas destinadas a andar en dos patas; todos menos éste singular individuo, Thilo «que así se llamaba», se negaba fehacientemente a obedecer a los designios de la Madre Naturaleza.
Y al ver a las aves, tan diferentes a él; que se fundían en el horizonte, tan cercanas en perspectiva al mar, pero tan lejanas en realidad; se preguntaba por qué ellas sí podían sentir el suave beso de los aires, y saborear el dulce néctar de las altas nubes.
Una vez, había escuchado Thilo, una garza había comentado que las nubes sabían a deliciosas frutas esponjosas, llenas de sabor a miel, y una gaviota había objetado al decir que en realidad sabían a agua, y nada más que eso. Por suerte, Thilo no era nada crédulo; sin dudar tachó a la odiosa gaviota de "amargada aguafiestas". Él sabía, ¡oh sí! Que las nubes, siendo tan bellas, debían tener el sabor que la garza había descrito a la perfección.
Pero Thilo no se podía conformar con simplemente una descripción. ¿De qué valía solo saber, por boca de otro, aquello? Sin duda esta incógnita debía de estar destinada a ser respondida por él mismo. Después de todo no era misterio que los simios calvos de Lo Lejano podían surcar el cielo, ¡y ni siquiera eran aves!
Nuestro kiwi, en cambio, sí es un ave. Un ejemplar perfecto de una clase particularmente rara de pájaros. En vez de aquellas plumas prístinas y coloridas, poseían un plumón esponjoso, como un pelaje muy tupido; patas fuertes, aunque cortas; un pico alargado como una gran y delgada hoz. Todo esto lo hacía parecer estrambótico ante las aves que se posaban en las ramas de los arboles, pero lejos de sentirse menospreciado, Thilo solo se maquinaba una y otra vez cómo lograr su objetivo de volar.
Con la fuerte convicción de las que pocos pueden llegar a gozar alguna vez, nuestro párvulo amigo se adentró en el bosque; que ya imaginarás lo gigante que parecía para alguien de su porte. La noche caía con presteza, convirtiendo los olmos y sauces en seres malignos; retorcidos, llenos de caras con ojos acechantes, gruñidos metamorfoseados en los crujidos de la arboleda al ser agitada por el viento. Pero, ¿acaso importan los miedos para quién busca con desesperación las realización de un sueño? Dependiendo de la fuerza de la emoción que brota del corazón, es que el camino se hace más o menos pedregoso. Y aunque, para Thilo, el camino no era menos escabroso que el fondo, repleto de afiladas piedras, del acantilado donde empezó todo; no le importaba si llegaba a hacerse fuertes y profundas heridas, con solo probar aquel manjar que la bóveda celeste reserva solo para los seres aéreos.
Ya entrada la noche Thilo llegó a un viejo e inmenso olmo. Allí esperó un rato, al poco tiempo pudo ver una blanca figura; como un espectro que llega de las profundidades del otro mundo, que se posaba delicadamente, como una bailarina de ballet, en una rama torcida.
—¡June, June, June! —Llamaba Thilo, y al oírlo la inmaculada lechuza, bajó con la graciléz de una hoja otoñal al caer—, mi buena June, mi bella June, te ruego me ayudes —dijo entonces, al tenerla a pocos pasos.
La estilizada figura lo miraba con aquellos ojos como ambarinas, imperturbable. Su rostro de búho, tan apático se volvió entonces una repentina explosión de alegría, y su cabeza redonda comenzó a girar como un yo-yo; mientras esta aleteaba con ímpetu, y reía y daba saltitos, lanzando por doquier hojitas, palitos e insectos que estaban ocultos.
—¡Thilo, mi dulce Thilo! ¡Qué bien que me pidas ayuda! —exclamó June—, ¡oh mi pequeño néctar, dime, dime qué necesitas!
El kiwi la a veces no entendía cómo aquella bella ave se había vuelto su amiga, aun cuando todo el bosque veía con malos ojos la unión que ambos compartían. Pero a June le gustaba hablar con alguien tan lleno de vida, tan hecho de sueños, como lo es Thilo. En cambio, lo que encontraba en su alada amiga era un apoyo digno de ser apreciado. Y ambos, al ser marcados de excéntricos dentro de los suyos; habían encontrado un pilar en el otro. Por lo tanto, los dos se ayudaban sin dudar.
—Mi querida June, sé que a veces soy un tanto extravagante al desear mis metas, pero, ¿por qué habría de conformarme con soñar en pequeña medida?, ¿acaso está mal soñar con cosas supuestamente imposibles? —preguntó Thilo—, no lo creo así, ¡por eso vengo hoy aquí a decirte, que yo he llegado a la inalienable decisión de volar!