" Somos sepultados en los sueños rotos ,
Estamos hasta las rodillas sin una súplica.
No quiero saber lo que es vivir sin ti.
No quiero conocer
El otro lado del mundo sin ti".
The other side by Ruelle.
En un campo de girasoles, bajo el resplandor mandarina del sol de la tarde avanzada; que caía sobre los amarillos pétalos de las flores dándoles una tonalidad ambarina, volaban mariposas de Gabriel García Marquéz y Monarcas, allí revoloteaba Astromelia. Su cabello ondeaba como una bandera castaña, vestida como una flor morada; y sus alas como las de un gran cóndor negro, los girasoles la veían con alegría y lanzaban pétalos de oro. Ella reía mientras sus alas remontaban el aire, las nubes eran como la pintura de La Noche Estrellada, y los titilantes astros le guiñaban a ella. Al volar sentía como la brisa le acariciaba el rostro cual cabellos delgadísimos e invisibles, y a veces le brotaban lágrimas que se desvanecían detrás de ella. Astromelia no sabía qué era ella, pero no le importaba mucho, apenas si se lo preguntaba al ver su reflejo al cruzar sobrevolando un lago inhóspito. Pero fuera de una repentina vez a la cuaresma, no sucedía mucho. Por lo tanto Astromelia se limitaba a bailar con los faunos y los atractivos elfos sin más importancia que no pisarles los pies (o pezuñas), y mover elegantemente sus alas negras como si fuesen un vestido de noche. No perdía tiempo en probar con deleite los licores de néctar de Estrellas que los elfos le daban, y bromeaba y tonteaba con todos como una niña. Cantando en la inmensidad de la vida, sin importarle si afinaba o no, sin notar si sus pasos de baile eran los adecuados. Y les mostraba a todos los tatuajes que tenía en su precioso cuerpo; como una parvada de aves negras en el hombro que aleteaban de verdad, o el árbol que parecía mecerse tiernamente en su cadera, y el espléndido lobo que se movía y parpadeaba que aparecía al apartar la ropa de su antebrazo. Ella en sí misma asombraba a los seres asombrosos.
Pero en la noche, cuando no había fiesta en el claro, en las tardes rojas e incluso en algunas mañanas luminarias; ella notaba el silencioso ruido de la soledad en sus alrededores. Y esos días no le apetecía volar o bailar o reír. Se quedaba en su casa en la cúspide de la Montaña Más Alta, y allí pintaba. Nadie sabía que ella lo hacía. Su secreto más precioso. Tomaba el lienzo como si fuese una extensión de su propia piel y como si el pincel se transformase en una caricia lo posaba en la tela y dejaba que una extraña identidad dentro de ella tomase el dominio de sus manos. Los colores se fundían. Las formas se moldeaban. Las ideas tomaban alma. Normalmente cuando volvía en sí se daba cuenta que en el lienzo había un sinnúmero de aves y colores y formas y flores y manchas. Pero a veces pintaba barcos en el mar tempestuoso. O a ella sin alas bajo un paraguas bajo la lluvia torrencial. Pero en ocasiones se encontraba con la sorpresa de que frente a ella había un perro ceniciento sin fondo, sólo allí en medio del cuadro, mirándola. Pero Astromelia jamás se preocupaba por nada. Así que solo guardaba el cuadro; fuese cual fuese su contenido, en un gran armario. Y al día siguiente se cansaba de sentirse triste y volvía a volar, bailar y reír.
Cuando se hubo apagado la fogata que los faunos habían encendido para la fiesta, Astromelia se alejó caminando en busca de moras violetas, y en las raíces de un enorme secuoya se encontraba sentado un muchacho hermoso, que tocaba una guitarra de madera brillante. Su cabello negro le cubría la cara, que se encontraba en una mueca de ensimismación abrumadora. Sus labios se comenzaron a mover y ella percibió el sonido más hermoso que jamás había escuchado, la voz de aquel muchacho era como la sinfonía callada de las gotas de lluvia al impactar en los pétalos de las flores, pero a su vez sonaba como el ruido fortísimo que provocaban los truenos al romper el cielo. A su vez era como un oleaje constante y emotivo, que la llevaba a lugares muy remotos de sus emociones. Y ella no supo qué decir, o si había dicho algo: porque él levantó la mirada y cesó su melodía. En sus ojos ambarinos ella creyó ver algo conocido, pero la sensación desapareció con un aire de despreocupación sin importancia, y le sonrió sin advertir que su rostro tomaba un tono rojizo. Él le devolvió el gesto, marcando unas pequeñas arrugas bajo los ojos, lo que provocó un golpe de ternura en ella. Ambos se presentaron. Él decía que no poseía nombre, pero que lo llamaban Fenrir en las cercanías, y ella lo empezó a llamar así. Para que él no percibiera su nerviosismo ella le pidió una canción. De nuevo el silencio fue quebrado por el hermoso estruendo que producía la voz de Fenrir. Astromelia se sentó a su lado, muy cerca, pues había algo que le daba confianza. Seguridad. Y al terminar la canción ella pidió otra y al terminar esa ella pidió la siguiente. Al llegar a la duodécima quinta pieza el sol despuntó en el horizonte. Apenada ella le ofreció disculpas; pero Fenrir le besó una mano, y le dijo que ella le había pagado al escucharlo, y estar junto a él. Así que, para hacerla feliz; él la invitó a venir al día siguiente, en la mañana, y caminar juntos. Sin siquiera dejarlo terminar Astromelia aceptó y se alejó revoloteando como una mariposa primaveral. Al llegar a su casa se sintió invadida, ultrajada por una extraña sensación que se apoderaba de sus sentidos. Trató de pintar y al ver lo que hacía se daba cuenta que estaba pintándolo a él. Y dejaba de pintar. Trató de dormir; pero soñaba con él. Así que solo se quedó esperando a que el día pasara, y la noche: para ir a con Fenrir.