Laila

I.

A veces, la brisa traía consigo un olor crudo y nauseabundo que desencajaba con la tonalidad esmeralda del campo frente al orfanato, era el olor de los cadáveres apilados a veinte millas de distancia, en las afueras de la ciudad que despertaba de la guerra y comenzaba a erigirse de nuevo; el primer paso: deshacerse de los cadáveres.

La campana sonaba a la ora del almuerzo, y los niños corrían desde todos lados para reunirse en el patio principal; corrían desde los silos y graneros al norte, desde los salones de clases y reuniones al sur, desde la biblioteca y los barracones al oeste, incluso desde las afueras, desde la pradera y la capilla al sur, colindando con la arboleda, unos suspendían sus tareas diarias de recolección, limpieza, agricultura, labranza, construcción, estudios, etc., otros, los más pequeños, los juegos y las rondas infantiles. Ella se encargaba del grupo de cinco a siete años, al este de la capilla cuando sonó la campana del almuerzo.

Tomados de la mano llevaba a los más pequeños, eran unos palitos delgaduchos y débiles, más pequeños de lo que deberían a su edad, pero el gobierno no tenía en mente pensar en los huérfanos de guerra o en sus necesidades; más de veinte murieron de hambre en los últimos ocho años, otros de enfermedad y de ellos quedaban las crucecitas detrás de la capilla. Los reunieron en el patio principal: una explanada de tierra al centro de todos los edificios, sesenta metros cuadrados con varios caminos empedrados entrecruzándose para conectar un edificio con otro; tras ordenarlos por filas y edades pasaron a los más pequeños primeros para que se lavaran las manos y se sentaran a la mesa a comer su ración: alubias, pan de cebada y verduras cultivadas por ellos mismos, no comían carne sino cuando la suerte estaba de su lado y la cuadrilla de caza volvía a casa con una liebre, un pato, un pavo o un gallinazo. De todos modos, los pequeños pasaban primero para garantizarles un plato, mientras los de más edades esperaban encontrar para ellos un pedazo de pan al menos, con suerte.

La mayoría, al alcanzar la edad, eran escupidos a la sociedad con un saquito en la espalda conteniendo una muda de ropa y cualquier recuerdo que pudieran tener, se despedían de ellos entre lágrimas y manos agitadas, muchos niños llorando y rogándoles que no se fueran prensados de sus faldas, pero sabían que tenían que irse, porque sino, la comida no sería suficiente. El ejército era su única salida, se enlistaban, morían y el ciclo se repetía. Ella tuvo suerte, si se le puede llamar así.

Había vivido demasiado, era de las pocas que había alcanzado la adolescencia y con dieciséis años era considerada más una adulta que una huérfana, su ayuda y tenacidad la habían vuelto valiosa para mantener el orfanato a flote con el escaso personal: los niños la escuchaban y la obedecían, la respetaban y la querían al unísono, desde los más pequeños hasta los más grandes; su plato estaba garantizado siempre, pero aun así elegía no comer más de una vez al día y ceder los otros a los niños mayores.

Ese día, habría visita, y todos sabían lo que eso significaba: se llevarían a alguien.

Era el pináculo de la vida en el orfanato: ser adoptado. Desde el incidente “trágico”, las visitas se habían suspendido, dos años ya, pero las supervisoras estaban aliviadas de que se reiniciaran y les quitaran de encima “un poco de carga” si no les daban más recursos, al menos. Mientras unos fregaban las ollas y trastos, otros ayudaban a los más pequeños a prepararse, ella alisaba las solapas de las camisitas con la plancha de hierro, el vapor formaba hélices y espirales, los niños estaban emocionados, para algunos era su primera vez, habían llegado en los últimos meses y el recuerdo de sus padres aún estaba vivo en ellos, lloraban por las noches y despertaban en medio de pesadillas que ella consolaba con nanas y abrazos, pero eventualmente les pasaría como a todos: olvidarían.

Ella no recuerda mucho de su vida antes del orfanato, sólo sabe que el francés es su segundo idioma, que tiene los ojos pardos como los cabellos, y ondulado como sus caderas, la piel oliva y sedosa, que la playa era su lugar favorito hasta que estallo en mil pedazos; y luego nada. Había muchas cosas que le recordaban a su hogar, pero no era nada tangible ni coherente, como la sensación de la harina mezclada con agua, uniéndose ambos ingredientes, eso era su hogar, o el olor del césped en la madrugada, a veces la tonalidad con que alguien pronunciaba la palabra “almidón” y la nota do menor en el piano de los salones de clases; extrañaba a alguien, pero no sabía a quién.

Se sintió nerviosa mientras ayudaba al último a abotonar su camisa y colocarse los tirantes que sujetaban sus pantalones cortos, el estómago se le revolvió por un barrunto del destino que la llamaba, despidió al pequeño a tiempo para correr afuera por la parte trasera y buscar el espacio que se formaba entre las habitaciones y los salones de clases, cayó de rodillas sujetándose el estómago y vomitó con los ojos cerrados, arcada tras arcada sentía el alivio provenir desde el interior y dejarla vacía, ligera y plena, los ojos se le llenaron de lágrimas cuando terminaba, y al abrirlos, los diamantes, rubíes y zafiros del tamaño de granos de arena se hallaban mezclados en la tierra y el pasto esmeralda. reflejando los rayos de sol de la tarde con pequeños y preciosos destellos. Corrió a por una piedra cercana y comenzó a escarbar para cubrirlos con la tierra, desesperada por ocultarlo.




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