Laila

II.

Él era un papanatas. Toda su vida había sido una farsa: colgándose de los “amigazos” que hacía en el camino, colgándose de su dinero, sus propiedades donde lo recibían durante “unos días” que terminaban siendo semanas o meses, hasta que las deudas que acumulaba a sus nombres en los bares, clubes y tiendas de ropa lo alcanzaban y debía huir lejos para evitar que se las cobrasen con sangre. La guerra había acabado con su estilo de vida arribista: con los cohetes cayendo y la gente muriendo nadie tenía tiempo para “los amigos”.

Se enlistó, buscando que el gobierno pagara sus deudas o las perdonara, pero tras tres años de los ocho que había prometido, su cuerpo y su mente alcanzaron un límite que no creyó tener. Desertó, se cambió de nombre con papeles falsos que pagó robando billeteras, relojes en las calles, candelabros de plata y vajillas de las casas de los más descuidados. Su innegable encanto y atractivo no había hecho más que aumentar con su paso por el ejército y la necesidad le había llevado a afilar sus armas de seducción y persuasión hasta el punto de amaestrarlos y hacerlos suyos.

Consiguió el trabajo de chofer en la ciudad, pero consiguió meterse entre las sabanas de la señora con paciencia y pequeños gestos, prestando atención a lo que el distraído y estúpido esposo no le daba: no había presa más fácil que aquella necesitada de amor. El esposo había accedido a lo de la adopción sólo para quitársela de encima: «Tal vez con un mocoso me deja tener una poco de paz». Los condujo hasta las afueras de la ciudad, y en el camino habían visto las fosas comunes donde estaban llevando a cabo los entierros masivos, olía a rayos desde kilómetros antes y kilómetros después. Ella estaba emocionada el respondía «sí, cariño».

Las supervisoras los recibieron tras aparcar frente al edificio principal, él abrió la puerta para que el señor saliera y la mantuvo abierta hasta que la señora saliera, las tres mujeres hicieron los protocolos mientras él, se quedaba afuera junto al auto y encendía un cigarro, analizando el lugar, el miserable lugar. Decidió dar una vuelta y pasearse por los salones de clase mientras a lo lejos se escuchaba un coro infantil, las puertas estaban abiertas y los libros aún abiertos en la lección del día, los pasillos desiertos, como si no hubiese ningún alma allí. Al ver por la ventana vio la arboleda sacudiéndose por la brisa que traía consigo un deje del aroma de los cadáveres. Se preguntó a cuántos de esos niños la guerra había dejado huérfanos.

—Está prohibido fumar aquí dentro, —dijeron a su espalda, al girar, una de las supervisoras lo miraba de manera reprobatoria—, no puede estar aquí—, insistió.

Intentó disculparse y convencerla de que lo perdonase con una sonrisa, pero la mujer estaba reacia, y detrás de ella al menos dos docenas de niños entre diez y ocho años esperaban en fila, escuálidos y pálidos, listos para reiniciar las clases, quizá ya habían terminado la reunión y se habían elegido por uno. ¡Vaya!, quién diría que conseguir un niño sería más fácil que conseguir tabaco decente. Restándole importancia a la supervisora porque sabía que no podría obtener nada de ella, la esquivó y salió de la sala para volver atrás sus pasos hasta el auto, sin embargo, sus jefes aún no habían vuelto.

Tenía treinta y dos años, y contando, estaba harto de esa vida, quería golpear el premio mayor de una vez y llevárselo. Quizá esa maldita mujer era su oportunidad: podría esperar a que enamorara, jugar al rol de padre de su pequeño bastardo adoptado, quizá el esposo tuviese un «trágico accidente» y cuando ella heredase todo, podría proponerse casarse con él, sería el turno de ella de tener ese trágico accidente, devolvería al bastardo al orfanato y él se quedaría con el gordo. Un plan simple, sencillo y común, nada extravagante. ¿Matar a dos personas? Tenía más cadáveres a su nombre, ¿qué más da un par más?

Estaba dispuesto a todo para lograrlo, pero no tenía idea de que el destino y un destello desde el costado de las habitaciones de los niños lo llamarían por su nombre, al enterrar los dedos en esa tierra removida encontraría la mina de diamantes y gemas preciosas que rápidamente echaría en los bolsillos de su pantalón y camisa, puñados de tierra y gemas combinadas hasta que no cupieran más. El cigarro había caído en la tierra, se apagaba mientras él, aún incrédulo se llenaba los bolsillos a puñados.

Un par de zapatillas se asomaron corriendo y se detuvieron frente a él, al levantar la mirada una chica envuelta en un vestido largo y amarillo lo miraba, traía consigo una pala y una bolsa. No tardó mucho en sumar dos más dos, y antes de que pudiera correr la tomó de un brazo y cubrió su boca.




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