Hasta una semana más tarde el hombre del sombrero negro y los guantes de cuero volvió al orfanato. Ella no había dejado de pensar en él ni un minuto: era la primera persona en descubrir su secreto. Pero al volver no era el mismo, no, señor, había cambiado y pudo leer en ellos que había ocurrido lo que tanto había temido toda su vida desde que descubrió lo que pasaba con ella: la riqueza lo había transformado.
No era él con el uniforme básico de los chóferes de servicio: negro de tres piezas más un sombrero y guantes negros, no, ahora él tenía un chófer propio y un elegante traje a la medida con solapas de piel. Las supervisoras estaban asombradas e indignadas al recibirlo sin agenda previa, y una de ellas hizo el intento en reconocerlo de alguna parte, pero en cuanto él les colocó entre las manos un cheque con varios ceros, suficiente para reparar el techo del granero y alimentar a todos los niños con carne de cordero por un mes, sus asperezas desaparecieron dando paso a la más cándidas de las amabilidades y servidumbre. Ella los observó desde la segunda planta de la biblioteca, donde los más pequeños tenían una lección de música: venía por ella.
No tardaron mucho en llegar hasta donde ellos, y aunque intentó ocultarse en otra de las habitaciones la supervisora la trajo consigo del brazo y se la presentó como la encargada de los niños más pequeños.
—Pero no de los bebés —especificó—, sólo de los que ya caminan y hablan, es una chica muy lista, buena para los asuntos de la casa: cocina, limpia, lava, plancha, es buena con los niños como ve.
Aquella manera de ofrecerla como si fuese un objeto en venta, mostrándole sus cualidades, sus virtudes y ventajas, la ofendía en demasía, mas, era de lo más común que los visitantes vinieran por un niño no porque les interesara darles un hogar, sino porque necesitaban mano de obra barata: una nana para los hijos que ya tenían, una chacha para la casa, un muchacho para los establos o para la limpieza; esos trabajos en las mejores circunstancias.
—¿Puedo tener la habitación?
—¡Oh, sí, sí, sí! Por supuesto. Vamos, niños. ¡Vamos, vamos! —apremió la supervisora, mientras ella permanecía frente a él con las manos unidas al frente y la barbilla baja pero tensa ante la incertidumbre.
—Lala —chilló uno de los niños—, Lala —. Colgándose de sus faldas. Ella se puso a su altura y le dijo que fuera con la supervisora, que pronto estaría con ellos. El niño obedeció tras darle un abrazo que casi, casi lo conmovió. Cuando ella se levanto la ternura se había borrado de su cara y la volvió hacia el suelo mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.
—¿Así que me recuerdas? —preguntó con las manos también al frente, ella no respondió así que la tomó de la barbilla para hacer que lo mirase y allí estaban de nuevo: el desafío y el desprecio—. ¿Cómo te llamas? —Ella no respondió—. Si no me lo dices de todas maneras lo obtendré de tu expediente.
—Laila —masculló ella sacudiéndose su mano.
—Laila —saboreó su nombre en sus labios—, llevo toda la semana pensando en lo que vi, y de no ser porque ahora mismo soy más rico de lo que nunca he sido no tendría dudas de que esto es un sueño y de que no eres real.
—¿Cuál es su nombre, señor? —preguntó ella, una cabeza más abajo, aún sin romper el contacto visual desafiante.
—Robert.
—Sepa, Robert, que desde el momento en que vio lo que vio, está usted maldito.
—Espero que sea una de esas maldiciones para toda la vida —respondió irónico y con una sonrisa.
—Lo es.
Su sonrisa se diluyó cuando la misma sensación que tuvo en el patio principal el día que la conoció le llegó de pronto.
—Con maldición o no, vienes conmigo, vamos. —La tomó del brazo con fuerza, guiándola hacia la puerta, pero ella se rehusó.
—No.
—O vienes por las buenas o vienes por las malas, algo me dice que no les importa mucho si vienes sobre tus pies o a cuestas sobre mi hombro como un costal de patatas, niña.
—Por las malas —masculló ella, mordiéndole el brazo y corriendo hasta la pieza continua, pero tras la sorpresa inicial la alcanzó incluso antes de llegar al pórtico y se la echó al hombro sin esfuerzo. Cuando salió, ella berreaba y chillaba maldiciones.
—Me llevo esta.