Laila

VI.

El aislamiento no tardó en surtir efecto y, como un laxativo eficaz lo haría en sus posteriores, la llevó a regurgitar diamantes del tamaño de granos de arena dentro del inodoro, halando la cadena para que el agua se llevase las evidencias. Como él lo prometió, volvió para la cena con una maleta a rebosar de ropas y zapatos que lanzó sobre la cama aún hecha.

—Toma un baño, traerán la comida en treinta minutos.

—No tengo hambre —repuso ella, antes de dejarlo salir en paz.

—Vas a tenerla tarde o temprano —volvió sus pasos frente a ella, agitando su dedo índice con burla—, o no vas a tener oportunidad de ver de nuevo a tus huerfanitos porque vas a morir en esta habitación.

Rabiosa, intentó morderle el dedo, pero Robert lo apartó a tiempo, marchándose de la habitación con una sonrisa. Esperó sentada en la orilla de la cama sin tocar la maleta, indignada y extrañando a los niños, pensando qué estarían haciendo en ese momento. Los llamó con el pensamiento, abrazándose a sí misma, y los visualizó en el salón principal de las habitaciones, alrededor de Dorotea mientras les leía un cuento. La puerta abriéndose de forma abrupta rompió la conexión y la sonrisa que se dibujaba en sus labios desapareció.

—La comida.

Él dejó un plato cubierto con una tapa de plata sobre la cama, se dio la vuelta sin más.

—Voy a salir toda la noche. Come y duerme. Mañana salimos al alba, espero tener la bolsa llena para entonces, ¿sí, dulzura?

Ella le ofreció esa mirada de desprecio y desafío como toda respuesta.

—Como quieras. —Él devolvió sus pasos cantones fuera de la habitación.

Aunque el orgullo le gritaba que no debía mirar la comida, su estómago le rogaba por algo de comer, y aun con la tapadera encima podía oler el guisado de cordero, el pan fresco y las zanahorias. Rindiéndose ante el hambre devoró el guisado hasta la última gota, lamiendo el plato al final. Satisfecha, el cuerpo le demandó descansar y la curiosidad la llevó de nuevo hacia el impoluto y amplio baño de cerámicas finas y espejuelos. Unos minutos después estaba llena de espuma hasta el cuello y sumergida en la tina, risitas se escuchaban desde la habitación, era lo único que brotaba de su boca.

Mientras, él se embriagaba en un bar, apostando unos cuantos miles de dólares que no eran nada comparado con la fortuna que lo esperaba en casa, perdió más de la mitad del dinero, pero no le importó, porque había conseguido lo quería: una noticia sobre alguna propiedad apartada de la ciudad, libre de la guerra, lista para ser ocupada por un nuevo y rico teniente, con servidumbre escasa y discreta para atenderlo.

Lo único que necesitaba era una o dos bolsas más de diamantes que vendería en el mercado negro y comenzaría a asentar las bases para lavar el dinero proveniente de las entrañas de la chica. Pero cuando llegó al hotel y abrió la habitación donde la tenía encerrada, la encontró dormida entre edredones y dos almohadones gigantescos, era como una rosa entre la maleza, y al pie de la cama, la bolsa vacía.




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