Laila

VII.

Desesperado, una semana había pasado ya y no había más diamantes, ni zafiros, ni esmeraldas, ni rubíes, nada, sólo una chica que comía y comía cada vez más. Ella juraba que no había regurgitado, que quizá aquella era la última vez que habría de hacerlo y su “maldición” se había marchado tan de pronto como había aparecido y que lo mejor sería devolverla al orfanato porque todo lo que hacía ahora era gastar la poca fortuna que le quedaba y pobrecito de él, lo perdería todo en alimentarla. La forma en que sus ojos se cuajaban de lágrimas al decirlo, esa mirada castaña vibrante, las mejillas sonrosadas por la buena alimentación y sueño de los últimos días, los rizos cepillados con suaves cerdas y lavados con finos aceites, le hubiese creído, de no ser por el rumor que comenzó a correr en el hotel de que las cañerías estaban teniendo problemas y que quizá alguna señora había dejado caer sus joyas por accidente ocasionando un tapadero en su piso.

Irrumpió en la habitación sin tocar, como era habitual porque no la consideraba ni siquiera como una persona con derecho a la privacidad, por suerte tenía ya el camisón de dormir puesto y se peinaba los rizos en dos trenzas frente al tocador gravado; fue directo al váter y abrió la tapa para mirar en el interior con una pequeña linterna, los destellos la delataron.

—¡Todo este tiempo has estado lanzando al inodoro mi fortuna! —Explotó en cólera, tomándola del brazo y lanzándola hacia la cama—. ¡¿Cómo puedes ser tan estúpida y no darte cuenta de que esto te podría haber cambiado la vida hace mucho?!

—¡No me grite! —bramó ella.

—¡Te grito lo que quiera!

—¡Pues no se lo permito! Yo no le debo nada a usted —declaró de rodillas al centro de la bien hecha cama—, usted me quitó todo lo que tenía y ahora quiere matarme.

—¿Todo? ¿Qué podrías tener? Eres una huérfana en medio de otros mocosos a los que tienes que limpiar y alimentar hasta volverte vieja y rancia.

—Tenía más que usted —retó, acercándose de rodillas aún, señalándolo con su mano acusativa—: un viejo amargado, solo, borracho, sin ningún amigo ni nadie que le importe lo suficiente para llorar su muerte. Yo tenía una familia, y usted no tenía ni eso.

Ella tenía las mejillas rojas, los ojos acuosos y brillantes por la rabia contenida, pero antes de refutar con un «hija de puta» porque no tenía más argumentos en contra de lo que ella había dicho con tanta verdad, la vio precipitándose sobre su estómago y evitando lo justo a que cayera de bruces en el suelo la sujetó por los hombros mientras un río de diamantes brotaba de su interior hacia la alfombra. Cuando hubo acabado, se dio cuenta de que estaba casi laxa, no podía sostenerse por sí misma, la dejó en la cama con toda la suavidad de la que era capaz, para volver la atención a los diamantes en la alfombra: el doble que la última vez que la vio vomitar, pequeños diamantes del tamaño de un grano de arroz, unos cuantos zafiros del mismo tamaño y un rubí. Suspiró aliviado, olvidando la discusión.

—Bueno, parece que nos vamos a… —ella estaba dormida, desparramada en la cama, exhausta—, casa —completó.




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