Laila

VIII.

La propiedad era una vieja casa inglesa a doscientos kilómetros de la ciudad y a cincuenta millas del poblado más cercano. Contaba con establos en desuso, una cochera y una alberca vacía con una gran raja al centro, las hidras se habían hecho con el cerco de piedras que rodeaba la propiedad, el cerco de hierros negros y retorcidos era mantenido libre de los parásitos verdes por los señores de mantenimiento: Julián, un caballero de casi sesenta años que en su tiempo había servido en las caballerizas del primer dueño, y Tomás, otro señor de cuarenta y muchos. encargado de plomería y electricidad. En las cocinas y lavanderías, doña Julia, la esposa de don Julián, reinaba como ama de llaves, su segunda era la nieta Almendra, mucho más mayor que Laila.

Los recibieron en fila cuando el auto se detuvo, se presentaron formalmente y ella les estrechó la mano mientras con la otra sujetaba su maleta. Don Julián se ofreció a llevarla, pero Roberto se rehusó, tomándola del brazo y urgiéndoles sin un ápice de amabilidad que le llevaran a la habitación que había ordenado preparar para ella: ventanas cerradas por fuera, con llave desde fuera únicamente, baño incluido, ropero incluido, nada más.

—Te quedas aquí, voy a dar órdenes.

—¿Cuándo voy a conocer la casa? —preguntó inocentemente, aún creyendo que le permitiría reconocer el terreno para buscar posibles formas de escape.

—Nunca, no confío en ti. Y ni se te ocurra intentar convencer a esta gente de que te deje salir, les he dicho que eres mi sobrina, que te volviste loca desde que mataron a tus papás frente a ti, que crees que te quieren matar y secuestrar, así que no van a creer nada de lo que les digas.

—¿Me va a tener encerrada aquí? —Sus ojos ya no tenían desafío, sino genuina angustia.

—El tiempo que sea necesario hasta que te ajustes a la nueva realidad.

—Usted me va a matar —murmuró sin verlo, azorada dejando caer su peso en la cama con dosel.

—¡Ja!, no seas ridícula, lo último que quiero es que mueras.

—Usted no entiende nada.

—La que no entiende eres tú: estás conmigo, yo sí sé usar tu don, ahora puedes tener todas las cosas que siempre quisiste ¡y más! Acostúmbrate y olvídate de tu pasado, tu vida es otra ahora.

Olvidar y acostumbrarse, no era la primera vez que olvidaba una familia, un pasado.

Lo primero que hizo fue hacer lo que habían dicho que no hiciera: intentar persuadir a la servidumbre de que la dejaran libre.

—Psss… Psss…

—¿Sí, señorita? ¿Necesita algo? —respondía Julia al otro lado de la puerta.

—Podrías dejarme salir un momento, necesito tomar aire fresco.

Hubo un largo silencio mientras esperaba apoyada en la puerta, sus manos delgadas y pálidas se frotaban contra sí.

—Lo lamento, señorita, no tengo órdenes de dejarla salir, pero si tiene sed o hambre puede tocar la campanilla junto a la cama y acudiremos.

—¡No, espera! ¡Por favor…!

Pero las zapatillas de la señora ya se alejaban de la estancia contigua. Así pasaron dos semanas, en las que miraba el sol ponerse desde su ventana, las rosas del jarrón se volvieron unos tallos amarillentos y marrones que exhalaban un cálido aroma en las madrugadas. Le ordenaban encerrarse en el cuarto de baño cada vez que tenían que llevarle la comida, cambiar las sábanas, aspirar la alfombra o llevarse las ropas para hacer la lavandería.

Entre la servidumbre corrían los rumores, y como no eran más que cuatro, era fácil intercambiar opiniones en aquella gran y solitaria casa. Habían encontrado más que extraña la historia de la “sobrina”, en especial al ver el temperamento tranquilo y tierno de la chiquilla. «Así son todas las locas: no te das cuenta hasta que ¡zaz! te despiertas una noche y te están clavando unas tijeras». Pero los otros tres miembros de la servidumbre, acostumbrados a las continuas quejas del plomero con respecto a la exesposa que una noche decidió intentar asesinarlo sin razón aparente, no dieron rienda a sus opiniones: «No todas las locas son iguales, a esa de seguro tú la volviste loca con ese mal genio», «Bah», respondía el otro.

Laila era dulce, la escuchaban cantar nanas en francés, reír sola, hablar sola… Esto último les sirvió como prueba de que era verdad de que estaba loca, hasta que Julián fue a verlo personalmente.

—«Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar: y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, sí es verdadero el refrán que dice…» —dijo ella.

—«“Dime con quien andas, decirte he quién eres”, y el otro de “No con quien naces, sino con quien paces”» —Luego, volviéndose hacia los otros tres, señaló—: Es el Quijote. La niña no está hablando sola, está recitando, tiene educación.

—¿Hola? —preguntó la voz al otro lado de la misteriosa puerta que los separaba.

—Hola —respondió el anciano.

—¿Quién eres?

—Soy Julián, señorita —respondió le anciano—. ¿Necesita algo?

—Estoy aburrida.

—Ya, ¿por eso recita al Quijote?

—No deberías hablarle, déjala —insistió su esposa en un susurro.

—Sí, para no olvidar, ¿le gusta el Quijote?

—Sí —respondió, viendo de reojo a los otros tres que contemplaban la escena—. ¿Quién más le gusta?

—Marx —respondió ella.

—¿Es comunista? —preguntó Julián, sorprendido.

—Virgen Santísima —susurró Julia, persignándose—, una comunista.

—No, pero el capitalismo tampoco me ha dado una buena vida. Sino no estuviera aquí.

—¡Blasfemia! —gritó Tomás, agitando el puño con vigor.

—¡Vaya a un orfanato y dígales a los huérfanos de guerra también que son blasfemos! ¡Viva la Revolución! —respondió ella con el mismo entusiasmo.

—¡Los comunistas sirven a Satanás!

—¡Y los capitalistas se la chupan, guarro!

—Ya, Tomás, salga de aquí, vamos, vamos… —Julián apremió al embravecido plomero a que volviera a los cuartos asignados a la servidumbre. Las dos mujeres lo seguían con mejor gana—. Perdón por molestarla, señorita —dijo él antes de marcharse también.




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