Laila

X.

Cuando Robert volvió de su largo viaje de cinco días no pudo ocultar la molestia al encontrar una de las regurgitaciones en el jarrón, pero más le molestó que en cinco días sólo obtuviera dos bolsas y un jarrón, era muy poco.

—¿Otra vez lo estás botando por el inodoro?

—No —respondió ella indiferente, cepillándose los rizos frente al tocador. Había decidió usar el arma del desprecio contra el enemigo, sabía que un hombre con el ego tan hinchado como él lo encontraría irritable.

—Laila, mírame. —No lo miró. Él cruzó la habitación de tres zancadas y la tomó del brazo para obligarla a ponerse en pie—. ¿Qué estás haciendo con mi fortuna?

Su fortuna, ¡ja! —mofó—. No estoy haciendo nada, ya sabe usted que no regurgito cuando quiero.

—¡Oh!, pero sabes cuando no, ¿mmm? Pequeña embustera, ¿por qué no estás regurgitando con tanta costumbre? Dímelo.

—No lo sé. —La mentira se le daba de manera natural y con sus rostro inocente y angelical era difícil no creerle, ella lo sabía, conocía bien sus armas.

—Laila…

—Robert —respondió ella con el mismo tono amenazante y un deje de burla. Él enrojeció, sus agradables facciones se ensombrecieron. Sabía que si la lastimaba no lograría nada, sólo frustrar más lo que sea que influyese en las regurgitaciones.

—Vale, voy a… —dijo, soltándola y caminando de un sitio al otro, frotándose el puente de la nariz con los dedos—. Voy a ser el chico bueno un rato más, al menos contigo, pero ¿qué pasa si descubro que has hecho algo a través de la servidumbre? ¿Qué pasa si ellos son tus cómplices? ¿Crees que a esos vejestorios les irá bien en la calle, en estos tiempos de postguerra? Laila, si no me dices lo que has hecho, alguien tendrá que responder…

Ella vaciló y él se prensó de allí, avanzando amenazante.

—¿Qué está influyendo para que no regurgites?

Ella no habló.

—Laila…

Ella no pudo controlar el reflejo ocular que la llevó a revelar la localización del libro oculto bajo las almohadas de su cama. Él se dirigió allí y ella se abalanzó sobre él, intentando detenerlo, por un segundo lo logró: empujándolo y cayéndole encima dándole palmadas. De nuevo y como la primera vez, la dominó con facilidad, esta vez sobre ella y con una sola mano, con la otra alcanzó el tesoro que ocultaba bajo las almohadas.

—¿Un libro? —preguntó confundido.

Fils de pute —bramó ella, rabiosa bajo él.

—¿Un libro está evitando que regurgites? ¡Cielos!, esta es la mierda más rara que puede haber en el mundo. —Ella continuó insultándolo en francés, y aunque él no comprendía, entendía que no eran palabras amables—. Bueno, mira, estoy cerrando un trato importante, dulzura —explicó aún sobre ella—, así que haré un trato contigo también: dame una vomitada al día… ¡Agh! No puedo creer que esté diciendo esto. Dame una al día durante una semana —retomó—, y luego puedes volver al ritmo actual de tres a la semana con libro, ¿te parece un trato bueno?

Ella no respondió, pero la mirada de desprecio decía todo lo que hacía poco había dicho en francés, y más. Él tomó su silencio como un trato hecho y se marchó con el libro, tenía que hablar con la servidumbre.




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