Laila

XII.

Por mucho que pudiese resistirse y rechazar el cambio, una semana más tarde el saloncito contiguo a la recámara se había convertido ya en su sala privada. Como lo había prometido él, encontró en ella un juego de muebles muy modesto estilo Luis XV junto a estante a rebosar de libros, un escritorio con bolígrafos y papel, carbones para dibujar y acuarelas. La ventana daba al patio trasero donde la piscina y el muro de piedras a lo lejos se miraban tan abandonados como las caballerizas a la izquierda.

Las semanas transcurrieron con la serenidad y antes de poder preverlo el cambio de estación arrebataba a los bosques sus tonos verduzcos para reemplazarlos con la opacidad naranja y roja del otoño, y luego, desnudar cada árbol poco a poco, formando camas de hojas que veía a Julián cepillar día tras día y formar bultos gigantescos en todo el patio. Ella se podía imaginar saltando sobre ellos y hundiéndose, reía en voz alta mirando el paisaje.

Los libros en la estantería fueron convirtiéndose en amigos íntimos, uno a uno pasaban a formar parte del círculo de fantasmas que le hacían compañía de manera momentánea, pese a esto, las regurgitaciones volvieron a convertirse en algo continuo y media docena de bolsas llenas de gemas preciosas del tamaño de lentejas secas eran vertidas frente a un contrabandista en el mercado negro, que luego devolvía una bolsa con billetes de cien y cincuenta, el negocio de lavandería y limpieza se encargaba de convertir el dinero en legal para ser depositado en varias cuentas bancarias… Robert vertía champaña y langostas, apostaba cientos de miles a la semana, y aún así, cuando el ruido de la fiesta se diluía en la sinfonía de la noche, cuando el chofer lo llevaba a casa, había una sensación abrumadora en su pecho de la cual no podía deshacerse.

Entró en su habitación una tarde en que la juerga parecía fastidiosa y cada persona a su lado se mostraban tal cual eran: oportunistas que sólo estaban a su lado por el dinero, a muchos ni siquiera conocía el nombre. Ella estaba sentada en su escritorio, se giró al verlo entrar, por sobre su hombro vio el papel, escribía algo.

—Sigue, sigue —dijo con un gesto, en su mano una copa de brandi. Se sentó en el pequeño sofá y la miró, ella, sobre el hombro, le devolvía la mirada con ese deje de desprecio. Se giró y prosiguió con lo suyo.

Diez minutos después, la copa estaba vacía, él apoyaba el codo en el brazo del sofá y la mano sujetaba su barbilla, el gesto aburrido. Ella no había gesticulado ni pronunciado una palabra, lo ignoraba mientras él divagaba, pensando en cómo había llegado hasta allí.

—¿Cómo carajo empezó todo? —dijo entonces, rompiendo el rítmico ir y venir del bolígrafo. Tras un segundo, la pluma reposó junto al papel y con la elegancia de una reina ella se giró de medio cuerpo.

—¿Le importa o sólo está aburrido?

—Me importa, dijiste la primera vez, en el hotel, que quizá tu «maldición» se había marchado tan pronto como había aparecido. ¿Qué si se va de pronto?

—Usted se queda sin su fortuna y yo vuelvo a mi hogar.

Él hizo una mueca, pensativo, su quijada aún descansaba sobre su mano. Ella aún, erguida, esperaba paciente como una condesa, la luz de la ventana formaba a su alrededor un halo dorado sobre el vestido amarillo, largo hasta los tobillos, con mangas pomposas de seda, elegante.

—No has respondido mi pregunta.

Ella suspiró, y miró hacia el éter un segundo.

—Cuando tuve mi regla por primera vez, me sentí mal del estómago, corrí al lavabo y al abrir los ojos allí estaba. —Ella meditó un momento—. Lo negué durante unas semanas, creía que era un sueño, hasta que me di cuenta de que era real, que estaba pasando.

—¿No hadas, no magos? ¿Nada?

—Nada. Esto sólo puede venir de Satanás, por eso rezo siempre.

—Pfff… —Se mofó él, y ella se indignó.

—¿Y usted? —dijo ella.

—¿Yo qué?

—¿Cómo se convirtió en un pobre infeliz fracasado, o siempre lo fue?

—Tan adorable como siempre —acotó él con una burla, poniéndose en pie, trastabilló, el brandi estaba haciendo efecto. Se inclinó frente a ella, apoyó su peso en las rodillas—. No hay duda de porqué nunca te adoptaron.

—¿Mamá y papá nunca lo quisieron? ¿O fue una mujer? ¿Le rompieron el corazón? —continuó ella, impávida, sosteniéndole la mirada—. El pobrecito Robert, sin familia y sin amor se refugia en el alcohol y las fiestas. ¡Oh!, cosita.

—Al menos yo tuve padres.

—Todos tenemos padres, no venimos del aire, genio. Al menos los míos no me mirarían con lástima. ¿Se ha visto en el espejo últimamente? Da lástima, es lo que todos piensan cuando lo ven entrar a un bar o a un restaurant: Allí viene Robert, el infeliz con dinero. —El rostro de Robert comenzó a borrar el gesto de burla que sostenía en él—. La única razón porque la esa gente está con usted es por el dinero, es patético: solo con tanta gente alrededor. Apuesto a que nunca ha tenido un amigo de verdad…

—No sabes de lo que hablas, has vivido encerrada toda tu vida —intentó interrumpirla él, pero ella mantenía ese gesto despectivo y esa mirada firme y desafiante.

—…o una mujer que lo ame, porque no hay nada que amar en una persona que no tiene amor, una persona vacía, superficial y débil. Débil, necesitado de aceptación, desesperado porque alguien le de lo que nunca tuvo de niño, sólo es un niño asustado, un niño llorón y patético…

—¡Basta! —gritó, y cuando se dio cuenta, su mano estaba alrededor de su cuello. Ella tenía el semblante bastante pálido, pero aún mantenía la mirada firme en él. Aflojo el agarre, consciente de lo que hacía, hasta que la mano descansó en la mejilla sonrosada por el susto y la frotó con la yema del pulgar. Dejó que la mano se deslizara lejos de ella y se marchó de la estancia con paso rápido.




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