Laila

XIII.

Comenzó a sentir un escozor en la garganta con la primera aguanieve de la temporada, pero no era nada serio, aún cantaba sus canciones en francés, y se paseaba bailando por el saloncito como en una fiesta, revoloteando algún vestido o falda larga. Así la sorprendió él una tarde.

Habían pasado un par de semanas desde la última vez que había detenídose a hablar con ella. La evitaba, era obvio, y ella disfrutaba cada vez que entraba a recoger las bolsas y se marchaba sin cruzar miradas o palabras, porque sabía que él estaba intimidado. La tarde anterior fue el día de recoger las bolsas, así que no tenía ningún motivo para estar allí.

—¿Qué quiere? —preguntó, seca.

—Ver cómo estás.

—Bien.

—Está comenzando a hacer frío, si quieres que suban la temperatura de la calefacción sólo hazles saber, ¿vale?

—Ya me lo ha dicho Almendra el otro día.

Él se miró los zapatos, indeciso, luego al estante de libros. Lo señaló de forma casual.

—¿Qué te han parecido?

—¿Usted lee?

—No, bueno… Sé leer, pero no… practico la lectura —se excusó.

—¿Qué quiere? —volvió a espetar ella, cruzándose de brazos al centro del salón.

—Disculparme, creo que no debí haberte tratado de esa manera el otro día. Eres una niña y se supone que yo soy el adulto…

—No soy una niña —interrumpió ella—. ¿Quiere hacerme sentir mejor por estar a punto de ahorcarme?

—Sí. Supongo —vaciló, con ella tenía las conversaciones más extrañas.

—Entonces déjeme ir al orfanato, aunque sea una visita corta. —rogó ella, avanzando con las manos unidas al frente esta vez, rezándole a él.

—Laila…

—Por favor, me estoy volviendo loca aquí sola, usted no deja que hable con nadie y cuando viene a hablar conmigo sólo es para reñirme, necesito estar con alguien, por favor, por favor.

Él la miró unos segundos, la manera en su rostro se contaría con angustia al hablar, su petición terminó por conectar los puntos.

—Así que es eso: La compañía evita que regurgites, necesitas estar con otras personas.

Ella no dijo nada, pero sus ojos hablaron por ella.

—No me haga esto, se está volviendo doloroso.

—¿Regurgitar? —Ella asintió—. ¿Qué puedo hacer para que mejore? No —se adelantó a ella—, no voy a dejarte ir al orfanato, pero… Podría considerar otras opciones.

—¿Cómo… qué?

—No sé, dame ideas —dijo él, intentando parecer despreocupado metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de mezclilla. Ella recobró la calma.

—¿Puedo dar algún paseo por el patio? O… Julián dijo que había caballerizas, ¿puede traer caballos?

—¿Caballos? —preguntó, ya arrepintiéndose.

—Sí, cuatro patas, altos, con pelo, cargan personas.

—El sarcasmo no te va a llevar a conseguir nada.

—Pero sí el sentido de culpa.

—Veré lo de los caballos. —Se volvió para salir de la habitación, ella sonreía, la habitación se iluminaba. Se detuvo al ver por el rabillo del ojo hacia el escritorio—. Escríbeles a tus huérfanos.

—Eso haré. —Asintió ella, sus rizos se movieron en la sacudida de su cabeza.

Esa noche durmió mejor de lo que había hecho nunca, y se despertó con la sensación de haber estado flotando en un mar invisible, con ella.




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