Laila

XV.

Le costaba dejar de pensar en ella, su presencia se había convertido en un vicio más fuerte que las apuestas, de modo que empezó a pasar más tiempo en la casa, aunque no con ella, simplemente le bastaba estar en salón contiguo al de ella tomándose una copa mientras la escuchaba cantar sus nanas o hablar sola, parecía feliz mientras él se sentía cada vez más ansioso.

Las bolsas llegaban, llenas de gemas preciosas, diamantes como lentejas, rubíes que deslizaba entre las yemas de sus dedos, zafiros esporádicos y uno que otro cuarzo sin valor, pero con vivos colores que guardaba aparte; ya no le emocionaba abrir las bolsas para examinarlas. Ella se veía más risueña y cuando la recibirla en el comedor se portaba cordial con Almendra y Julia, como viejas amigas, Julián era su favorito, era evidente y Tomás la odiaba de forma ciega, pero sin hostilidad; sin embargo, la voz se le volvió rasposa y se preocupó. Por primera vez se preocupaba por algo que no fuese él.

Se dio cuenta del peligro que corría cuando la veía cabalgar el Apaloosa en la blanca cama de nieve en el patio de las caballerizas, había aprendido rápido. Abrumado con sus sentimientos se marchó sin avisar y desapareció por dos días, la noche del tercero volvió perdido en el alcohol, tambaleándose, sosteniéndose de las paredes, haciendo alboroto. Al llegar a la puerta del saloncito se llevó las manos al bolsillo para sacar la llave, pero se dio cuenta de que la había perdido también, como la billetera. Llamó a Julia a gritos, que en medio de la madrugada acudió en camisón y bata, apresurándose a abrirle y entregarle su copia de las llaves.

—¡Shu! —La despachó con un movimiento de mano. Caminó hacia la habitación, tropezándose con los sofás, y para cuando abrió la puerta ella ya se había colocado la bata.

—¿Qué pasa? —preguntó, colocándose las pantuflas.

Él llegó trastabillando al extremo contrario de la cama y se echó en ella, durmiéndose de inmediato. Despertó poco después, aún era de madrugada, la confusión le duró poco al darse cuenta dónde estaba y la locura que había hecho, pero al ver a la derecha, los ojos abiertos y cristalinos de ella lo miraban con atención.

—¿Sabe por qué no hay hombres en el orfanato? —preguntó en un susurro. Él, con jaqueca, negó—. Había dos, pero los encontraron apuñalados en una de las habitaciones. Tocaban a las niñas.

Él, sin saber qué decir, hizo una mueca de aprobación.

—Yo los apuñalé con unas tijeras. Estaba cansada de ellos. —Al decirlo, deslizó una mano fuera del edredón que la cubría, el bolígrafo de punta afilada brillaba.

—¿Me vas a apuñalar también? —La conversación parecía surreal.

—Se me ha cruzado por la mente, y he pensado en ello toda la noche desde que entró, pero aún no me decido.

—¿Por qué? Tienes todos los motivos.

—Y aun así ninguno.

—Ésta es tu última oportunidad.

—No, es la suya. Le dije que esto es una maldición, si no me deja ir, lo va a pagar caro.

—Apuñálame y vuelve al orfanato.

—No.

Él se incorporó, quitándole el bolígrafo de las manos con cuidado. Ella se incorporó también y cuando él se acercó no se opuso a la mano que rodeó su cintura y los labios que besaron su cuello.




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