Las noches subsecuentes, ella nunca rehusó su compañía. La tibiez de los cuerpos fungía como una barrera invisible contra el frío del invierno, no existía más que ellos en aquel mundo que les había negado la fortuna de ser felices sino por medio de los más extraños artificios. Fue su compañía como un parche sobre las heridas y la soledad, el camino que sus pies habían recorrido por fin encontraba el final anhelado, o eso creyó durante un par de semanas.
Ella despertó antes que él, y se encontraba lista y cambiada en el saloncito, esperando a que él despabilase también. En cuanto lo vio salir de la habitación dejó el libro sobre la mesita del centro y tomó una pizarrita y un trozo de tiza para escribir en ella: BUENOS DÍAS.
—¿Qué te pasa? —dijo él, extrañado. Ella se tocó la garganta y negó.
—¿Te duele mucho? —ella sintió, intentó pronunciar unas palabras, pero las notas que brotaban eran demasiado roncas y se podía leer en sus gestos el dolor—. Basta, no intentes hablar más, vamos a ir al médico más tarde. Voy a cambiarme —le dijo, inclinándose para besarle la frente en un movimiento mecánico.
La encontró tal como la había dejado: como un ángel leyendo en su sofá. Le hizo una seña y ella dejó el libro, prensándose de su mano hacia el comedor, donde Julia y Almendra cada día presentían más la extraña relación que se desarrollaba entre ellos: tío y sobrina; mas la prudencia del servicio indicaba silencio, sin embargo, para evitar cualquier malentendido había comenzado a pedirles que se retiraran tras servirles la comida. En buen momento lo hizo, porque esa mañana, sin que el gallo lo cantase de antemano, ella hizo una mueca, se llevó la mano al estómago y unos segundos antes de que él terminase la frase «¿Qué pasa?» ella regurgitó sobre el desayuno una porción de gemas preciosas del tamaño de frijoles blancos, el último regurgito contenía gotas de sangre y los labios de Laila estaban teñidos de rojo escarlata.
Él mismo condujo hacia el consultorio, se mostraba nervioso.
Ella, silenciosa, porque no tenía alternativa, miraba el paisaje con ojos de asombro y admiración, la sábana blanca que cambiaba de manera abrupta el paisaje que había conocido al llegar y los árboles desnudos con témpanos cristalinos colgando de sus ramas como hojas invernales, era mágico, pese a todo, no dejaba de pensar en que en el orfanato, los niños estarían pasándolo fatal.
Robert tenía la mandíbula apretada, ella llevaba bajo el brazo la libreta con la que había decido reemplazar la pizarrita por temas de practicidad, se preguntó qué pasaría si ella tenía la intención de decirle al médico que estaba retenida contra su voluntad por un hombre que la había “adoptado” con la intención de explotarla. ¿Explotarla cómo?, se preguntó a sí mismo, de manera sexual imposible, porque no habría muestras de abuso en ella, la humedad con que lo envolvía por las noches dejaba en claro que ella lo deseaba tanto como él. Estaba bien alimentada, la piel lozana y rosadas mejillas, no había signos de explotación ni en sus suaves y pulcras manos, una de ellas tenía enroscados los dedos entre los suyos, la acarició con pulgar y ella se volteó para verlo con una sonrisa, se dio cuenta de lo mucho que le angustiaba perderla, no por los diamantes, sino porque la amaba.
Llamaron su nombre y ambos se pusieron de pie. Tras un examen rápido de rutina donde le pusieron una paleta de madera sobre la lengua y le hicieron decir aaaaaaah, toqueteos en el cuello y la mandíbula, y una auscultación, comenzó con preguntas que ella respondía con la libreta, y cada vez que ella trazaba algo y levantaba la libreta hacia el médico, él se tensaba y apretaba los dientes, pero sólo era: «No, no he comido nada fuera de lo normal», «No, no he tenido la viruela, pero sí la fiebre roja cuando niña».
Se mandaron a hacer exámenes de rutina: unas placas, resonancias, pruebas de sangre, rayos X, cualquier cosa, y mientras Robert esperaba encontrar alguna malformación, algo que explicara cómo esa chica era capaz de escupir diamantes reales, zafiros preciosos, rubíes invaluables de la más alta calidad, el médico intentaba encontrar alguna herida interna. No encontraron nada.
Regresaron a casa con medicamento para el dolor nada más, y una recomendación de estar atentos a cualquier cambio, si volvía a ocurrir debían llevarla enseguida. Volvió a ocurrir, muchas veces más.