Laila

XVII. (Final)

Aterrado por la posibilidad de que la servidumbre descubriera el secreto, volvió a confinarla a sus dos piezas y él mismo se encargaba de llevarle la comida, sacar sus ropas, aspirar la alfombra. Con la pizarrita, ella le pedía salir a cabalgar con ella los días que hacía buen tiempo, pero él se rehusaba: las regurgitaciones estaban ocurriendo dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, sin más aviso que un movimiento de tripas. No podía correr riesgos, así que ella se dedicaba a ver por la ventana cómo Julián salía con los corceles a dar una vuelta, de vez en cuando él la miraba y le saludaba con una mano.

Ella comenzó a rechazarlo como cuando se conocieron, con esa mirada de resentimiento y desprecio que tanto le indignaba antes y que ahora le dolía el corazón. Discutían, él con palabras y ella con señas y trazos sobre el papel, cuando discutían, ella regurgitaba, siempre: el disgusto o el estrés también influían en… lo que sea que la hiciera vomitar gemas preciosas. La alfombra tenía ya incontables manchas de sangre allí donde ella terminaba devolviendo las entrañas, el fondo de su garganta y su paladar tenía cortes que poco tenían para sanar antes de volver a abrirse, tenía los labios rotos. Ella comenzó a dejar de comer sólidos, y dio la orden a Julia de que las comidas de la señorita debían ser licuadas, era la única forma de hacerla comer.

—El doctor dijo que es contagioso, es mejor que sólo yo esté en contacto directo —les dijo, y fue la mentira que los mantuvo al margen.

Los diamantes comenzaron a brotar más grandes a finales de diciembre, ella estaba delgada como un palo, débil y pálida como cuando la conoció. Había terminado de limpiarla y desechar el camisón que había manchado de sangre, ella lo miró, sus ojos vibrantes decían miles de palabras, una mano le acarició los cabellos, ella casi nunca lo acariciaba, pero podía leer que con esa acción ella le rogaba que la dejara libre. Como respuesta, se inclinó en la cama para besarla, pero una mancha de sangre tiñó su boca, las heridas de los labios volvían a sangrar, pero esto no lo detuvo, e insistió a pesar de que ella le haló los cabellos para intentar apartarlo, era doloroso para ambos.

Lavaba los diamantes que íbanse acumulando en su recámara, bolsas y bolsas de gemas que nada más lavadas iban a ocupar un lugar en un saquito más grande, ni siquiera había pensado en ir a ver sus negocios y llevar unas cuantas bolsas de diamantes para mantener el flujo de dinero, ella ocupaba todo el espacio en su mente.

Volvió a verla unas horas más tarde, ella estaba acostada, mirando la nieve caer, desvió sus ojos hacia él, despectivos y soberbios. Tomó la pizarrita y escribió: USTED ME VA A MATAR.

—Ya me lo has dicho, pero no puedo dejarte salir, si te dejo salir los demás pueden descubrirlo y… —Antes de poder seguir, ella se llevó la mano al estómago, a tiempo sacó de la bolsa del pantalón una bolsa de plástico, donde ella depositó una fuerte cantidad de sangre, tejido y diamantes gruesos, cada vez más valiosos. Ella se tendió en la cama mientras él le limpiaba la boca con un pañuelo cuando la mano escuálida de la chica tocó la pizarrita con énfasis: USTED ME VA A MATAR—. No puedo dejarte salir, si los demás lo descubren… —«USTED ME VA A MATAR» decían los dedos—. Laila… —«USTED ME VA A MATAR»—. Laila no puedo, perdóname, te amo, pero no puedo. Dime de qué otra forma podemos detenerlo, dime… —insistió tomándola entre sus brazos, ella no podía oponerse, estaba muy cansada y débil—. ¿Te compro un perrito, o gatos para que te hagan compañía? Puedo adoptar a otro de los niños, ¡sí, eso! Uno de esos niños te sirve de compañía, y no dirán nada si tú se los pides, ¿verdad? —«USTED ME VA A MATAR», insistía ella—. No, Laila, yo te amo…

Ella no pudo más que hacer la cabeza a un lado y regurgitar en la cama, manchándolo todo de escarlata. Volvió a cambiarla y las sábanas: había una pila de ropa ensangrentada en uno de los sofás. Llegó la hora de la cena, pero Laila no se movía, apenas y parpadeaba y no podía tragar lo que le llevaba a la boca con una cuchara. Desesperado, se mantuvo a su lado toda la noche, recibiéndole las regurgitaciones en bolsas que vaciaba en la tinaja y volvía a llenar, cada vez con más en lapsos más cortos, intentó pensar en qué hacer para detenerlo, pero nada se le venía a la mente, y cuando estaba a punto de salir con ella en brazos para que los de servicio le hicieran la compañía que tanto necesitaba, se recordaba que si la compartía también tendría que compartir los diamantes o quizá despedirse de ellos para siempre, compartirla significaba perderla; se abstenía de hacer esa locura entonces, y el ciclo comenzaba de nuevo, pensando qué hacer para detener el flujo de diamantes, sangre y entrañas.

Cuando fue a vaciar la última regurgitación en la tinaja que ya iba llena a la mitad, escuchó cómo ella volvía a vaciar otra ronda sobre la cama, no le dio tiempo a llegar con la bolsa y cuando estaba quitándole el camisón otra vez regurgitó gruesos diamantes rojos y zafiros de aspecto purpúreo por el contraste de los colores. Intentó en vano volver a empezar la limpieza, porque ella volvió a escupir entrañas y gemas preciosas, él comenzó a gritarle que se detuviera, desesperado, pero ella apenas y lo miraba, casi ausente. Apartó los diamantes que una vez le causaron fascinación, con asco, pero otra regurgitación le cayó en las manos, ella se retorcía de dolor en su propia sangre, él le gritaba que era suficiente, que no necesitaban más diamantes por ahora, por favor, ya tenían suficientes, pero de nuevo trozos de carne y coágulos brotaban hasta él, sin parar, ambos revolcándose en sangre y diamantes.

Se detuvo. El sol comenzaba a salir. Él, con el rostro demacrado y pintado con parches rojos aquí y allá la miró estupefacto, esperanzado que al fin se hubiese terminado la pesadilla, sonrió. Se acercó a ella, la tomó del cuello, pero esos ojos que lo habían visto con tanto desprecio ahora estaban ausentes y carentes del brillo de los vivos, acercó su mejilla a la nariz, una respiración débil y acompasada brotaba apenas, el corazón daba sus últimos latidos cuando él se dio cuenta de que ella se iba, se escurría entre sus dedos como los diminutos diamantes lo hicieron una vez, se le cubrió la mirada con el velo del dolor y la llamó en vano, la abrazó mientras el corazón daba sus últimos esfuerzos por llevar sangre al débil cuerpo, pero no había más.




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