Hace tiempo, cuando los hombres aún temían mirar al cielo y nombrar el fuego, se susurraba una antigua leyenda.
Decía que el sello que dividía el mundo de los mortales del reino demoníaco se rompería con el nacimiento de un ser no humano... gestado en el vientre de una mortal.
Ese niño traería la ruina de la humanidad. No sería un simple demonio, sino un ser legendario, de poder indescriptible, destinado a buscar en el Tártaro una espada capaz de destruir el velo que separa ambos mundos. Y Aquel día llegó.
Nació un niño sin lágrimas, de piel pálida como la luna y una mirada...
una mirada tan antigua como la muerte misma.
Los sabios creyeron que conocer la profecía bastaría para evitarla. Así que decidieron matarlo. Un sacrificio por el bien de la humanidad. Quemaron vivo al recién nacido.
Pero el fuego no lo destruyó. Lo transformó, el humo se volvió negro.
El mundo tembló. Y en medio de la ceniza, emergió la silueta de un hombre de rostro angélico, con cabello de plata y ojos sin alma.
Sparta. No hablo, no lloró. Tampoco miró a su madre. Solo tomó una túnica blanca, que al contacto con su cuerpo se volvió negra como el abismo.
No era un simple guerrero, ni un demonio más del montón. Sparta era una presencia. Su cabello, blanco como la nieve, similar al de una estrella extinta, caía con serenidad sobre su frente, peinado con precisión, como si cada hebra obedeciera una voluntad superior. Sus ojos... no tenían un color fijo. Cambiaban, sutiles, según el momento. Algunos decían verlos dorados, otros rojos, otros vacíos como la muerte misma. Pero Sparta sabía que, en realidad, eran negros como la noche sin luna. Ojos que no miraban: juzgaban. Vestía siempre con porte noble. No había ostentación, solo elegancia. Cada movimiento suyo hablaba de disciplina, de conocimiento antiguo, de una realeza extinguida que todavía respiraba en él. Su cuerpo era firme, tonificado, sin la vanidad del músculo ni la debilidad del exceso. No necesitaba fuerza desmedida; su mente era su arma más peligrosa. Un estratega sin igual, capaz de doblegar ejércitos con una sola jugada. Un genio único en su especie, nacido para la guerra, temido incluso por las deidades que alguna vez gobernaron los cielos y los infiernos. Sparta no gritaba. No presumía. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia bastaba para doblegar voluntades. Una eminencia, un ser irrepetible. Un juicio vestido de ser.
Después un relámpago partió una montaña cercana, y de su piedra nacieron una armadura y un nombre maldito. Descendió, sin dudar, al Tártaro. Allí, en el santuario de oscuridad, masacró a los guardianes, desmembró su resistencia y tomó la espada olvidada...
La Necrosow. Y al blandirla, proclamó:
-¡Marco yo, Sparta! Desde antes ya estaba escrito... desde antes, ya estaba trazado el gran charco de sangre. ¡Y os reclamo este mundo como mío! ¡Esto ya está inscrito en el pilar del tiempo!
Subió a la cima del mundo, a la montaña Kaos, y con un tajo rompió el sello que separaba el mundo humano del de los demonios.
-¡Salid! ¡Dominad cada rincón! ¡Que la sed de sangre no encuentre jamás saciedad! ¡Os lo ordeno yo!
Y aguardó. Cuando cayó el crepúsculo, llegaron. Pesadillas hechas carne.
Sombras encarnadas en espectros. Demonios que desollaban la luz. Criaturas que no deberían existir.
Los ejércitos humanos fueron inútiles. La sangre cubría la tierra como una segunda piel.
La esperanza dejó de existir.
Sparta no era un líder. Era el cataclismo.
Un día, descendió de su trono para destruir con sus propias manos. Yo era solo una niña.
Me escondí. Pero él... me vio.
Nuestras miradas se cruzaron. No me mató. No me hirió. Solo se fue.
Los años pasaron. Los ataques cesaron, pensamos que el horror había terminado.
Hasta que un día... Yo tenía diecisiete años. Fui al río donde solía bañarme de niña.
Era un sitio sagrado para mí, donde todo parecía volver a estar en equilibrio.
Mientras me sumergía en el agua, sentí una presencia. Y al mirar a la copa de un árbol, allí estaba él.
Sparta, acostado, casi dormido, como un dios cansado del mundo. No se movió.
Tampoco desvió la mirada.
-No te haré daño -dijo con voz tranquila.
-No... me... mates -susurré sin poder sostenerme.
-¿Matarte? Si lo hubiese querido, no lo habrías notado.
Solo vine a ver belleza... aunque no sé si aún exista tal cosa.
Hasta luego. Y desapareció.
A veces, me descubría preguntándome... ¿qué fue de aquel Sparta? El ser de sangre, el azote de la humanidad, el demonio sin alma. No entendía nada.
Pasaron los días y, en uno de ellos, me adentré al bosque a recoger fresas silvestres. El canto de los pájaros tejía un fondo sereno, pero entonces... una melodía celestial flotó en el aire. Era triste, era hermosa. Era como si los ángeles lloraran en música. Mi curiosidad me arrastró hasta su origen, sin resistencia. Cuando me acerqué, hablé:
-Lo siento... no pude evitar escuchar. Es... hermosa, tan pura.
-Te sorprenderías al saber quién la toca -respondió una voz grave, tranquila.
-¿Por qué? Nadie con esa sensibilidad puede ser malo -repliqué, confiada.
Rodeé al joven músico. Y entonces, lo vi era Sparta.
El demonio que había desatado el caos en el mundo... tocaba una ocarina con un dolor tan profundo que parecía haber nacido con él. Retrocedí instintivamente. Pero él levantó la mano con suavidad.
-No temas... si hubiera querido hacerte daño, ya no estarías aquí -dijo. Y volvió a tocar.
Me quedé. No sé si fue estupidez o coraje. Pero su música era más sincera que cualquier palabra que hubiera oído en mi vida.
Había algo en él que no encajaba con las historias. Su rostro pálido, su cabello de plata, sus ojos oscuros... Pero su alma, al tocar, parecía pedir perdón sin atreverse a pronunciarlo.
Me fui. Sin despedirme. Dejé atrás las fresas y una parte de mí. Volví a casa, confundida.