Lament Of a Demon - El legado

Capítulo 3 Amar, un principio para vivir

Aún no entendía lo que me ocurría. No había heridas visibles... pero el dolor estaba allí, agudo, persistente, como si mi carne recordara lo que el alma aún no aceptaba. Podría decirse que era feliz, pero incluso la dicha se sentía pesada, como si caminara con cadenas invisibles en los tobillos.

Llené una copa de vino y me senté junto al fuego, contemplando su vaivén como si buscara respuestas en las llamas. Pensé, durante largas horas, en quién fui, en qué soy... y sobre todo, en ella.

Antes, lo único que habitaba mi pecho era la sed de sangre y el perfume a muerte que deja el acero. Recordé entonces un fragmento antiguo, una verdad grabada en el hueso mismo de mi raza:

"Al nacer un demonio, su destino será revelado al lado de un filo."

Pero al mirar dentro de mí... no recordaba ningún destino. Nada claro, nada concreto. Solo sombras, ecos, y la sensación de haber sido arrebatado. Manipulado. Como si alguien me hubiese robado la voluntad y el corazón... ¿acaso lo recuperé? ¿Será por eso que ya no siento la misma oscuridad? ¿Podría ser... que algo en mí dejó de ser demonio?

Y entonces... Krisstal. ¿Por qué no puedo sacarla de mi mente?

Me preocupa, me importa. A veces deseo correr hacia ella, estar a su lado, protegerla... y sin embargo, algo me retiene. Algo antiguo, algo oscuro. Esto es... agobiante.

Krisstal era la forma más pura de lo imposible. Rubia como el oro bajo el sol de un mundo que ya no existe, su cabello caía como seda viva sobre sus hombros, brillando incluso en la penumbra del averno. Sus ojos, de un azul tan profundo que parecían contener el cielo mismo, no juzgaban... sanaban. Mirarla era un descanso del mundo, una tregua de las sombras.
Sus labios, perfectamente formados, eran tan rojos que ningún maquillaje podía superar lo que la naturaleza le había concedido. Era belleza sin esfuerzo, sin artificio.
Había nacido en una familia modesta del reino de Hasbinhell, gente trabajadora, de manos firmes y corazones nobles. Pero ella... ella no parecía de este mundo. Había en su andar una suavidad que no se enseñaba. Su voz era melodía sin música. Su presencia, una brisa en medio de tormentas.
Su alma no conocía dobleces. Era compasiva, luminosa, íntegra.
Donde Sparta era juicio, Krisstal era redención.
Donde él caminaba entre sombras, ella parecía creada por la luz.
Era, sin duda, la contrafigura perfecta de un demonio: un ángel encarnado.
La mujer hecha perfección. No por su cuerpo, sino por su espíritu.
El equilibrio que el mundo no sabía que necesitaba.

Krisstal era la forma más pura de lo imposible.
Rubia como el oro bajo el sol de un mundo que ya no existe, su cabello caía como seda viva sobre sus hombros, brillando incluso en la penumbra del averno. Sus ojos, de un azul tan profundo que parecían contener el cielo mismo, no juzgaban... sanaban. Mirarla era un descanso del mundo, una tregua de las sombras.
Sus labios, perfectamente formados, eran tan rojos que ningún maquillaje podía superar lo que la naturaleza le había concedido. Era belleza sin esfuerzo, sin artificio.
Había nacido en una familia modesta del reino de Hasbinhell, gente trabajadora, de manos firmes y corazones nobles. Pero ella... ella no parecía de este mundo. Había en su andar una suavidad que no se enseñaba. Su voz era melodía sin música. Su presencia, una brisa en medio de tormentas.
Su alma no conocía dobleces. Era compasiva, luminosa, íntegra. Donde Sparta era juicio, Krisstal era redención.
Donde él caminaba entre sombras, ella parecía creada por la luz. Era, sin duda, la contrafigura perfecta de un demonio: un ángel encarnado.
La mujer hecha perfección. No por su cuerpo, sino por su espíritu. El equilibrio que el mundo no sabía que necesitaba.

Al día siguiente, no pude más. Fui a verla, sin preámbulos ni razones. Solo la necesidad. Solo ella.

—¿Por qué cada vez que haces o dices algo lindo... te vas? —me preguntó. Sus ojos brillaban con rabia contenida—. ¡Entiende que no me das miedo, Sparta!

Me quedé sin palabras, pero su reclamo no me ofendía. Me atravesaba.

—Jamás había sentido esto —dije, tocándome el estómago—. Es como si tuviera algo allí, retorciéndose.

—¿Mariposas? —preguntó, sonriendo levemente.

—¡Exacto! Pero... ¿cómo lo sabes?

—Porque eso, Sparta... eso es amor. Y es lo mismo que yo siento por ti.

Amor, la palabra resonó en mi pecho como un eco milenario. Como si ya la hubiese escuchado... pero jamás comprendido.

—¿Amor? —susurré—. Me resulta... familiar.

—Es cuando alguien te importa tanto que su dolor es tuyo, su risa te da vida, y su ausencia te ahoga. Es preocuparse sin motivo. Es mirar al otro... y entender que todo ha cambiado.

La miré fijamente. Mis dedos buscaron los suyos.

—Quiero saber más de ti —dije con sinceridad que me era extraña—. En serio... lo deseo.

Tomé sus manos y la subí a mi espalda. Krisstal cerró los ojos, confiando. Alzamos el vuelo entre los árboles, saltando de copa en copa. Cuando por fin los abrió, vi el asombro reflejado en su rostro. Se aferró a mí, pero no por miedo... sino por amor.

—¡Si tan solo supieras amar! —dijo entre risas—. Pero te enseñaré.

Llegamos a la cima de la montaña KAOS. Donde vivo.

—¿Por qué aquí? —preguntó.

—¿No es obvio? Mira esa vista. Además... no juzgues la portada de un libro sin antes leer su contenido.

—Tienes razón —murmuró, embelesada.

Al entrar en la caverna, se quedó sin aliento. Por dentro, mi hogar no era un nido de muerte. Era un palacio oculto: muebles tallados en ébano, tapices antiguos, una chimenea encendida, cuadros que retrataban tiempos perdidos.

—¿Cómo tienes todo esto? Pensé que vivías entre... humedad y huesos.




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