Empuñé con fuerza mi espada, blandí con la determinación de cortar el velo entre este mundo y el inframundo. Frente a mí, una especie de espejo comenzó a resquebrajarse en medio de la nada, abriendo el umbral hacia el más allá.
Por cosas del destino, tenía conmigo mi arma espectral, la cual me vinculaba directamente con este mundo. Recordaba que cualquier ser vivo que pisara el Tártaro sin protección espiritual sería reducido a escombros en cuestión de minutos, salvo que fuese un demonio. Ser parte de la legión me confería cierta inmunidad, aunque me preguntaba si, después de todo lo que ha sucedido, aún era parte de ella. Mi arma espectral tenía control libre sobre este mundo y, a veces, sobre mí. Pero me era imposible no blandirla.
Estaba en el más allá. Aquellas almas que habían sucumbido bajo mi espada seguramente vagaban por estos rincones, listas para atacarme. Pero estaba dispuesto a morir por esta causa.
Debía concentrarme en encontrar el punto de luz más puro del Tártaro. Sabía de su existencia porque ya había estado aquí, cuando buscaba mi arma espectral. En ese entonces, reposaba en la zona más oscura, rodeada de luz que neutralizaba sus poderes. Me esperaba. Qué ironía: una vez luché contra todo lo que ahora reconozco, solo para causar el daño que he hecho. Toda oscuridad tiene un punto de luz, al igual que toda luz esconde una sombra.
Seguí mi camino. Tenía que apresurarme. Por suerte, el tiempo jugaba a mi favor. En el mundo humano, un segundo equivale a una hora en este lugar. El Tártaro es una tortura eterna. Cada instante es una agonía perpetua para estas pobres almas.
Mi verdadero reto era atravesar los tres valles del más allá, que separaban el Averno del Purgatorio: el lugar donde las almas son castigadas por sus faltas en vida. Allí también había civilización, pero no humana. Eran demonios.
Los valles eran:
● El Valle de los Muertos
● El Valle del Eterno Sufrimiento
● La Zona Fantasmal
Cada uno estaba resguardado por su respectivo Primordial del Abismo, demonios con poderes superiores, asignados por la Legión según su naturaleza cruel y destructiva.
Tras un largo recorrido, no encontraba rastro alguno de estos valles. Aún me encontraba en lo que se conocía como el umbral de los vivos, una franja de transición. Pero mi cuerpo comenzó a pesar. Recuerdos del pasado surgían como espinas en mi mente: cuando camine por este mundo buscando mi espectral por primera vez. Ahora volvía por razones nobles. Qué ironía.
Seguí caminando hasta que una tormenta de arena cegó mi rumbo. Todo era un mar de arenilla. Pero entre la bruma divisé una luz minúscula, un destello al que centré toda mi atención. Cada paso me hundía más. Saqué mi espada y corté la tormenta con una ráfaga de cadenas, abriéndome camino entre la tempestad.
Allí me encontré con un sujeto. Me detuve.
—¿Quién eres? —pregunté con firmeza.
—Mi señor Sparta es muy conocido por estos lares —respondió con humildad—. Soy un herrero errante, brindo mis servicios a quienes necesitan armas que resistan el Tártaro. Permítame afilar ese filo tan majestuoso.
No tenía tiempo, pero tampoco podía desperdiciar una oportunidad tan única. En un lugar tan hostil, toda ventaja era necesaria.
El herrero trabajó en silencio. Al terminar, le arrojé unas monedas de oro. Sin decir palabra, me alejé decidido hacia el primer valle.
Después de un largo camino logré ver a lo que había alcanzado, me di cuenta de que era el Valle de los Muertos. Era fácil saberlo por las miradas de aquellas criaturas torpes, sin algún camino fijo: zombis, seres sin alma, sin mirada clara. Sabía que cruzar por estos torpes cadáveres andantes sería supremamente fácil. Era divertido saltar y esquivar estos seres, cuando... de la nada, lanzaron rocas gigantescas. Desde ese instante supe que no sería fácil salir. Debía concentrarme en la dirección de dónde venían las rocas, notando la sombra de alguien muy distinto a los otros seres.
Alguien tan anticuado para lanzar rocas sin duda debía ser NECROSIS, uno de los tres Primordial del Abismo. Un tipo de contextura obesa y piel grisácea. No sabía si su actitud o apariencia era más desagradable. La verdad era un fastidio. Contaba con escabullirme y no perder tiempo.
—Soy Necrosis, uno de los temidos Primordial del Abismo, amo de toda esta putrefacción. Pero vaya sorpresa —expresó con asombro saliendo de donde se ocultaba—. Si es el legendario y temido Demonio Sparta —afirmó—. ¿A qué debo tu honorable visita? —preguntó.
—Pues como verás, te extrañaba —contesté con un tono sarcástico—. Para serte sincero, sigues siendo el mismo y despreciable bicho de vidas pasadas —continué expresando.
—¿Por qué has venido? —preguntó ofendido.
—Solo vengo a buscar algo que no es de tu incumbencia. Déjame pasar o mi acero te hará cambiar de parecer —advertí desenfundando mi espada.
—Has cambiado. Si fuese de atacarme, hubieras evitado tanta palabrería y acabado de inmediato, como hace vidas pasadas.
—Solo quiero ser amable. Apártate.
—Sabes que no puedo hacer eso. Tienes que pasar por encima mío.
—Como quieras. Es tu decisión.
Necrosis desenfundó su espada, oponiéndose en el camino, atacando sin vacilar. En medio de los ataques pensaba en Krisstal, en cómo estaría. En ese momento mi defensa estaba descuidada, y Necrosis aprovechó sin piedad, tirándome sobre las rocas, dejándome inconsciente. Solo escuchaba la voz del Primordial del Abismo en un eco:
—Qué basura de legendario, qué incompetencia —se burlaba.
Tenía razón. Daba vergüenza. ¿Con este poder cómo se suponía que salvaría a Krisstal? En eso, mi ser se quemaba de ira, me agobiaba de nuevo una sed de sangre. En eso, una voz retumbó en mi oído:
¡MATAR! —sostuvo en repetidas ocasiones—. ¡MATAR!, MATAR, ¡MATAR!... SANGRE, DOLOR, ¡MATAR! —dijo la voz familiar en mi ser una y otra vez.