Era lógico que mi muerte estuviera cerca. Lo sentía en cada respiración que no llegaba, en los latidos que se apagaban, en la sangre que ya no corría sino caía. Pero las ganas de salvar a Krisstal eran más grandes que cualquier fenómeno natural, más grandes que el destino mismo. Prácticamente en mi lecho de muerte, mis ojos pesaban, mi boca estaba seca, y el corazón... casi quieto.
Hasta que, de pronto, un latido profundo rompió el silencio.
No fue un simple retorno a la vida. Fue una detonación de voluntad, de ira contenida, de amor desesperado.
Mientras tanto, Kaosis celebraba su aparente victoria. Bailaba sobre el charco de sangre que dejaba mi cuerpo, tan sumido en su éxtasis grotesco que no percibía lo inevitable.
Otro latido estremeció mis entrañas. La sangre volvió a moverse, y la espada incrustada en mi pecho salió disparada al aire, impulsada por una fuerza que ya no pertenecía a este mundo.
Kaosis se detuvo, desconcertado.
Antes de que pudiera comprender lo que ocurría, lancé un puñetazo directo a su pecho. Él reaccionó con rapidez, sintiendo actividad en mi mente, y de inmediato atravesó mi mano con su espada.
—No entiendo cómo sigues vivo... pero sigues siendo débil —escupió con desprecio.
La hoja me atravesaba, pero no solté. Cerré el puño con tal determinación que rompí el acero con mis propias manos, desgarrando carne y tendones. Él retrocedió... por primera vez.
Y entonces, perdí la razón.
Mis ojos se tiñeron del rojo más profundo. Las pupilas se estrecharon como las de un depredador. Las uñas se alargaron en forma de garras, y los colmillos emergieron como cuchillas. El cabello erizado se agitaba con la energía de algo antiguo, primitivo.
La sed de sangre me poseía.
Sparta ya no estaba. Era otra cosa.
Me lancé hacia Kaosis, que desapareció en un intento inútil por evadirme. Creyó que podía escapar, pero yo ya no pensaba. Solo cazaba.
Y él no podía leer mi mente, porque no había pensamientos. Solo una orden: destruir.
Aparecí a su lado en un parpadeo. Un golpe certero lo sepultó bajo una columna de roca. Esperé, paciente. Sonreía. El aire se llenó del olor del miedo... y de carne viva.
Emergió tambaleante. Al parpadear, su mundo se quebró. Una franja de oscuridad cruzó su rostro. Su grito de agonía lo confirmó: había perdido un ojo.
—¿De dónde proviene tanto poder? —tartamudeó, casi sin voz.
Respondí con otro corte. Le arranqué el brazo. Huía. Yo lo perseguía. No había espacio entre sus pensamientos y mi acero. No había escondite en este mundo ni en el otro.
—Este sujeto... este sujeto solo quiere matar... —alcanzó a decir, aterrado, mientras su cuerpo era destrozado.
Finalmente, arrastrándose, trató de alejarse, cubierto en sangre y vergüenza.
—¿Quién eres? —preguntó. Fue su último error.
Respondí sin palabras: corté su garganta, desgarré su vientre, separé sus piernas una a una. Luego encendí la flama oscura nacida del hueco de mi palma, y lo incineré hasta que no quedó nada.
Ni rastro de Kaosis. Solo una alfombra carmesí de ceniza, sangre y entrañas sobre la tierra del Tártaro.
Temblaba. Las garras retrocedían. Los colmillos se ocultaban. La conciencia volvía... pero la voz interior no desaparecía.
—¿Volverás a dormir... o vendrás por más?
Solo bajé la mirada, cubierto en sangre, jadeante.
—Necesito un trago —susurré.
Tomé mi espada y observé el sendero de destrucción que dejaba a mis espaldas: monstruos, pecado... y partes de mí mismo.
¿Cuánto más podría resistir sin convertirme en lo que más temía?
Desempolvé mi cabello y seguí mi rumbo. Era posible que mi ser, como tal, ya estuviera fallando. No sabía si soportaría otra manifestación demoníaca... ni si aún quedaba algo en mí que no fuera oscuridad.
Me detuve un momento. Alcé la mirada hacia el cielo del inframundo, ese firmamento rojizo que parecía arder sin llamas. Aves cadavéricas sobrevolaban los cuerpos sin vida. Qué ironía: alimentarse de los muertos cuando uno mismo está más muerto que vivo.
Entonces, de las cuatro direcciones, emergieron jaurías de cuerpos, bestias de pesadilla, como si todo el Tártaro se resistiera a que alcanzara el tercer valle.
Cerré los ojos. Respiré. Empuñé mi espada.
La batalla fue un instante de furia. Las bestias caían atravesadas por mi filo. Una, más atrevida, se lanzó directo a mi cuello. La empalé en el aire y la clavé al suelo, inmóvil. Con mis puños y piernas destrocé a los cadáveres, elevándolos por los cielos, saltando a su altura y cortándolos en pleno vuelo con mis garras, antes de incinerarlos en el aire. Al tocar el suelo, no quedaba nada salvo cenizas. Arranqué mi espada de la criatura agonizante y seguí mi camino.
Debía controlar mi naturaleza... aunque apenas comprendía cómo hacerlo.
Mi objetivo era llegar al tercer valle. A diferencia de los anteriores, jamás había visto el rostro de su Primordial. Pero lo recordaba por una sola cosa: nunca había logrado superarlo.
Y tampoco lo recordaba todo de mí. Algo dormía. Algo había sido sellado. Una gran parte de mi poder... estaba oculta.
Lo comprendí cuando, en la distancia, una cortina de plasma oscuro apareció. Una niebla negra rodeada de almas cadavéricas danzando en espiral. Sin pensarlo, me adentré.
Todo era oscuridad y lamento. Las almas volaban sin rumbo, susurros sin cuerpo que rozaban mis oídos. Caminé por largo rato, sin hallar salida, hasta que apareció una puerta vieja y rústica, erigida en la nada. No tenía paredes. Solo existía ahí... esperándome.
La abrí, el sonido agudo del metal oxidado rompió el silencio. Una cortina de polvo emergió y me dio paso a algo inesperado: una biblioteca. Una construcción antigua, casi intacta. Estanterías repletas de libros empolvados, estructuras de mármol blanco, mesas de madera fina.