Lament Of a Demon - El legado

Capítulo 6 La verdad de los espejos

Caminé por el pasadizo estrecho, envuelto por la penumbra. Al final, solo una puerta rústica y vieja aguardaba, suspendida en el silencio absoluto. No había más opciones. Pensar en Krisstal bastó para decidir: la abrí sin dudar, sin importar qué clase de oscuridad me aguardaba al otro lado.

La habitación parecía común. Silenciosa, vacía. Pero sus paredes… no eran de piedra. Estaban formadas por espejos negros, como obsidiana pulida. No había ventanas, ni más puertas, solo yo… y mis reflejos.

Pero no era mi reflejo. Era mi verdadero ser.

Los espejos no devolvían la imagen del cuerpo que controlaba ahora, sino la del demonio que habitaba en mi interior. Esa era la verdad. Eso era lo que escondía. Las paredes me mostraban lo que tanto había temido enfrentar.

En uno de los espejos, unas letras antiguas brillaban con un fulgor tenue:

"Quien enfrente su oscuridad, será dueño del poder infinito."

Fruncí el ceño. Giré en redondo buscando otra salida… pero la puerta por donde había entrado había desaparecido. Estaba atrapado.

Y entonces lo vi: mi reflejo se movía por cuenta propia.

No era un simple eco de mis gestos. Era una entidad viva. Humareda negruzca, maleable, que emergió del cristal con la Necrosow en mano. Era yo. Era mi sombra. Y me odiaba.

Atacó, una, dos, tres veces. Cada embestida era rápida, brutal. Las ráfagas de su espada rasgaban el aire y mi piel. Sentí el ardor de las heridas. Pude morir allí mismo. Pero reaccioné. Desenfundé mi espada. Y empezó el duelo.

Era como pelear conmigo mismo, pero sin restricciones. Su técnica era idéntica, pero potenciada por una vitalidad que solo mi yo demoniaco poseía. Además, tenía el control de los espejos. Se desvanecía en ellos, atacaba desde cualquier ángulo. El suelo también era un cristal... y no lo supe hasta que me golpeó desde abajo, blandiendo su hoja desde el piso.

Salí disparado, estrellándome contra uno de los espejos. Lo fisuré. Y entonces ocurrió algo extraño.

La sombra titubeó. Se debilitó. Comprendí al instante: el daño a los cristales lo debilitaba. Cada espejo era una prisión que lo sostenía.

Comencé a romperlos, uno a uno, entre ataques y esquivas. Golpeaba con furia. Y al final, la sombra cayó de rodillas sobre los fragmentos rotos. Sin perder tiempo, descargué sobre ella un tajo definitivo.

Pero no murió. Me miró… con calma. Con comprensión.

Y luego… se deshizo, como humo negro, como bruma antigua, ascendió por mi espada, recorrió mi brazo, mi pecho, mis piernas. Me invadió, sin resistencia. Yo no me oponía. Lo acepté. Sentí cómo se acoplaba en mi interior, cómo lo que antes era división, se unificaba.

Una voz se alzó desde el centro de mi ser: “Ahora somos uno. Todo es uno. Uno es todo.”

El poder recorrió mis venas con la familiaridad de algo que siempre me perteneció. Pero esta vez... no me dominaba. Lo dominaba yo.

El techo de la habitación se abrió como un párpado celestial, revelando una columna infinita de luz. Era la salida. O al menos, lo más cercano a ella. La única vía posible.

Salté. De pared en pared, ascendí. El trayecto era eterno, pero la luz se intensificaba con cada metro ganado. Hasta que por fin, llegué.

Un balcón suspendido en la cima del Tártaro. Desde allí podía ver las cuatro direcciones del Averno. Incluso el umbral… ese velo que separa lo vivo de lo muerto. El aire era denso. Apenas respirable. La luz me rodeaba, pero no me tocaba. Estaba justo en la línea entre la condena y la redención.

Entonces, sin aviso, alguien apareció, una figura me nombró y lo reconocí al instante.

—SLADE… —musité, con la voz entre el asombro y el rencor.

Él sonrió, con esa arrogancia intacta que lo caracterizaba. El aprendiz favorito de mi padre. El tercer primordial del abismo. El menos probable de todos. ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué se rebajaría a ser un carcelero del inframundo cuando había sido criado para los tronos celestiales?

Slade, que siempre despreció a los humanos. Slade, que odiaba la compasión.

Mi sangre se heló y su voz cortó el silencio.

—Tiempos sin verte, hermano —dijo Slade, con una tranquilidad que rayaba en el desprecio.

Lo observé con cautela. Su presencia era tan imponente como lo recordaba, pero lo que más me perturbaba era su comodidad… como si nada hubiese pasado.

—¿Y Adhexios? —pregunté, con una frialdad que ocultaba mi repudio.

—¿Nuestro padre? —replicó con una sonrisa torcida—. ¿Aún finges que no lo es?

—Dejó de ser mi padre el día que eligió sus delirios de poder sobre su propia sangre —repliqué, cruzando el brazo derecho con gesto firme.

—Aún te duele esa vieja “preferencia”… —espetó con una sonrisa venenosa.

—¿Preferencia? ¡Nos utilizaba! Fuimos armas, carne moldeada a su conveniencia. Nunca tuvo corazón. Sólo ambición —mi voz se endureció.

Slade sonrió, como si disfrutara cada palabra que pronunciaba.




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