Lament Of a Demon - El legado

Capítulo 7 Una bendición y Maldición.

Habían pasado semanas prósperas desde aquel oscuro ataque contra Krisstal. Lo importante era que ella seguía con vida. Vivíamos felices, y la paz reinaba una vez más en Hasbinhell. Como protector de la humanidad, todo marchaba bien.

A menudo salíamos juntos a recoger fresas silvestres. Tocaba para ella con mi ocarina, justo como en los viejos días, cuando todo entre nosotros apenas comenzaba. Mientras la melodía flotaba entre los árboles, la miraba fijamente a los ojos. Fue entonces, en medio de esa paz tan frágil, que Krisstal se desmayó.

No fue un simple desfallecimiento. Su cuerpo se derrumbó como si algo profundo y secreto se activara desde dentro. La tomé entre mis brazos con desesperación y la llevé hasta el doctor más cercano. La examinaron de inmediato. Pasaron unos minutos eternos, hasta que, de pronto, Krisstal se puso de pie.

Pero no dijo ni una sola palabra en todo el camino de regreso a casa. Su silencio pesaba como una premonición.

Al llegar, me rodeó con los brazos y rompió a llorar. La sujeté con firmeza.

—¿Qué te pasa? —pregunté, con el alma en un hilo.

Entonces me miró… y sonrió.

—Vas a ser padre.

La noticia me atravesó como una espada de luz. Una alegría tan profunda brotó de mí que no supe contenerla. Lágrimas cayeron sin pedir permiso, resbalando por mi rostro con la sinceridad de quien ha perdido demasiado y por fin vuelve a encontrar algo sagrado.

—¿Padre…? —repetí en voz baja, como si la palabra no perteneciera a mi mundo.

Corrimos donde el abuelo de Krisstal, y al contarle, no pudo contener su emoción. Nos abrazó como si fuera la última vez, sellando con ese gesto la bendición de algo que jamás creyó posible.

Pasaron los días. Y yo… yo no dejaba de pensar en él. Nuestro hijo. DANTE. Ese sería su nombre. Fuerte, eterno. Krisstal estuvo de acuerdo al instante, como si ya lo hubiese llevado en el alma desde antes de nacer. Nos imaginábamos como una familia, de esas que solo existen en sueños robados al paraíso.

El vientre de Krisstal crecía, y yo encontraba en él un templo. Acariciarlo, hablarle, sentir sus movimientos… Era una sensación inexplicable. Cuando descansaba mi mejilla en su abdomen, podía oír los latidos de una vida que cambiaría todo.

Pasábamos las tardes frente a la chimenea. Ella tejía, yo la observaba en silencio. Y fue en una de esas tardes, cuando me citó en el mismo lugar donde nos vimos por primera vez.

Allí me entregó un paquete envuelto con esmero. Lo abrí, y dentro encontré la bufanda que llevaba días tejiendo. Roja como la sangre, cálida como su alma. Fue el primer regalo que alguien me hizo. Lo más valioso que había recibido. Desde ese día, prometí no quitármela jamás.

Pero la primavera no dura para siempre. Como todo ciclo que se respeta, el invierno llegó.
Y con él… una noche. Una noche de lluvia. De esas en que los presagios caminan entre relámpagos.

Tocaron a la puerta con fuerza, una, dos, tres veces. Mi instinto gritó que no era una simple visita.

Tomé a Krisstal de la mano y la oculté tras una pared secreta.

—No importa lo que pase… no salgas de aquí —le ordené.

—¡No te dejaré! —replicó, negándose.

—¡Hazlo! —rugí—. No permitiré que te pase nada… ni a ti, ni a nuestro hijo.

Cerré la compuerta con un hechizo menor, tomé mi espada, y me dirigí a la entrada. El llamado persistía.

Abrí con violencia. Un hombre cubierto por una túnica negra me aguardaba, envuelto en rayos, con el rostro oculto. Levanté la espada de inmediato.

—¿Quién eres? —dije con firmeza.

—Lo sabrás en unos segundos —respondió.

Pero no iba a esperar. Nadie amenazaría mi hogar. Justo cuando iba a lanzarme al ataque, el hombre se descubrió el rostro… Y la sorpresa fue tan brutal como inesperada.

—¡Kronos…! —susurré, paralizado.

Mi maestro. El mismo que me había entrenado. El mismo que me había salvado.
Y, posiblemente, el único ser capaz de traer una maldición disfrazada de noticia.

Su rostro seguía joven, como si el tiempo no se atreviera a rozarlo.
Los demonios no envejecemos como los mortales; en apariencia, Kronos parecía un hombre de dieciocho años. Pero su presencia… su sola postura… hablaban de siglos.

Era un caballero en todo el sentido de la palabra. Rígido con su deber, incapaz de traicionar una promesa. Las reglas eran su biblia. El deber, su credo.

Llevaba el cabello blanco, peinado hacia atrás. No era un estilo elegante, sino regio. Como un príncipe que no busca ostentar, pero cuyo linaje es imposible de ocultar.

Sus ojos, de un plateado inmutable, parecían esculpidos por los antiguos dioses. Ojos que no juzgaban, pero lo veían todo.

Kronos no venía a visitarme. Kronos venía con verdad.
Y las verdades que carga un caballero como él… nunca llegan solas.

Serví dos copas de vino. Abrí el escondite. Krisstal salió, me abrazó con angustia, y la miré a los ojos.

—Tranquila, amor. Es Kronos.




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