Dante, atónito por todo lo sucedido, intentaba asimilar el peso de lo que se avecinaba. Hijo del legendario demonio Sparta… aquel del que tanto hablaban los ancianos, el mismo que se convirtió en mito, era su padre. Y por fin, después de catorce años de visiones, sueños y voces que no comprendía, todo tenía sentido. En su interior ardía la necesidad de conocer sus raíces, de abrazar ese destino que, sin pedirlo, ya le pertenecía.
Se levantó con ímpetu y golpeó la mesa con fuerza.
—¡Que venga mi destino! —exclamó.
—Eso me parece excelente —respondió una voz grave desde la puerta.
Krisstal se giró de inmediato. Una silueta se dibujaba en el umbral. Era Kronos. No había vuelto desde el día en que Dante nació.
—Al parecer eres un chico fuerte... como tu padre. Excepto por ese cabello negro —comentó Kronos, entrecerrando los ojos.
—¿Quién eres? —preguntó Dante, desconfiado.
—Kronos. Maestro de tu padre… y ahora, el tuyo.
Kronos conservaba aquel porte inquebrantable. Joven en apariencia, como todos los de su especie. Cabello plateado con destellos blancos, tez pálida, mirada firme. Como si juzgara el mundo con un solo vistazo. Entró sin pedir permiso, escaneando a Dante de pies a cabeza.
—Ya has reclamado la Necrosow de tu padre… nos ahorra tiempo —dijo, señalando la espada a su espalda.
—Más bien, ella me encontró a mí —replicó Dante, altivo.
—Desafiante como tu padre. Me gusta. Pero escúchame bien, muchacho: la legión regresará en cuatro años. Debemos prepararnos.
Krisstal, resignada a la tragedia de un destino que parecía escrito en piedra, se limitó a observar. En silencio, lo aceptaba. Su hijo tenía una guerra que librar, como su padre antes que él.
—Sabes por qué he venido. Es hora de que el hijo de Sparta asuma su destino —prosiguió Kronos—. Necesita entrenar. Aprovechemos el poco tiempo que queda.
Krisstal no respondió de inmediato. Se quedó en silencio, mirándolo como si intentara grabar en su alma cada detalle de su rostro, cada hebra de su cabello desordenado, cada gesto, cada rastro de su infancia. Sus manos temblaban levemente, y su corazón palpitaba con esa mezcla brutal de orgullo y terror que solo una madre puede comprender.
Cuando por fin lo abrazó, lo hizo con desesperación contenida, como si pudiera fundirse en su pecho y protegerlo desde adentro del mundo.
—Cuídate, mi pequeño… —susurró, con la voz quebrada y los ojos ahogados en lágrimas—. Eres todo lo que tengo… todo lo que soy…
Dante, por primera vez, pareció tambalear en su actitud. Tragó saliva y respondió con una sonrisa suave, distinta. La clase de sonrisa que se da cuando las palabras no alcanzan.
—Así será, madre… volveré… lo prometo.
Pero ambos sabían —aunque no lo dijeran— que esa promesa, como todas las promesas hechas en la antesala de una guerra, estaba llena de incertidumbre. Krisstal lo vio alejarse, y en su alma se abrió una grieta invisible. Se quedó allí, inmóvil, con las manos aferradas a la bufanda roja que alguna vez tejió para Sparta… la misma que él llevó en su última batalla… la única que volvió.
Con los dedos temblorosos, la sacó con dolor, nostalgia y una ternura indescriptible. La miró un instante como si aún conservara el calor de aquel que ya no estaba. Luego, con la suavidad de quien arropa a un niño dormido, la colocó alrededor del cuello de Dante.
—Tu padre te protegerá… incluso en su ausencia —susurró, apenas audible.
Y allí quedó Krisstal, mirando a su hijo perderse en el horizonte. Inmóvil. Con la sensación de haberle entregado no solo una prenda, sino su corazón entero.
Como si, al abrigarlo, hubiese intentado poner entre esos hilos el alma de Sparta… y todo lo que aún le quedaba por decirle.
El viento soplaba suave… pero en su pecho, el silencio pesaba como el fin del mundo.
Kronos notó cómo Dante colocaba la Necrosow en su espalda, justo como Sparta lo había hecho antes de su última batalla. Era como verlo caminar otra vez.
Dante pidió un receso. Quería despedirse de unos amigos. Kronos lo permitió.
—Cinco minutos, no más.
Dante caminó hasta encontrar a los niños que alguna vez lo habían humillado. Estaban reunidos, como siempre, lanzando piedras a un árbol o haciendo cualquier tontería digna de su poco intelecto.
—Hola —saludó con una media sonrisa.
Los chicos lo miraron confundidos, casi burlones.
—¿Y tú qué quieres, espadachín de palo? —dijo uno de ellos.
Dante no respondió. Solo desapareció en un leve destello, y en un parpadeo, los tres colgaban de las ramas de los árboles... por la ropa interior.
Uno de ellos giraba lentamente como una veleta humana, mientras otro pataleaba como si estuviera en una trampa de oso.
—¡¿Qué carajos fue eso?! —gritó el más pequeño.
—Por cierto… —dijo Dante desde abajo, cruzado de brazos, mirando hacia arriba— no soy el mismo de antes.