Landeron I: la hija del oráculo

10. ¿Truco o trato?

Los seis se habían quedado paralizados. ¿Cómo era posible que aquella criatura... viviera civilizadamente? ¿Y el pueblo...? Inquietos, miraron a su alrededor, comprobando con cierto pánico cómo de las casas cercanas, algunas madres ogro con sus hijos en brazos salían a ver qué pasaba. También algún hombre, si es que se lo podía denominar así, empezaba aproximarse con actitud curiosa. Porque sí que había algo patente: ninguno de ellos parecía agresivo. «Entonces, ¿todas las historias de mi niñez...?», pensó Aldin, extrañada, mientras volvía a fijar la mirada en su anfitrión. Este mantenía los ojos clavados en ellos. Pero al ver la cadena de oro que portaba la joven alrededor de su cuello, aquellos iris oscuros como la noche se abrieron de par en par, a la vez que mostraban una mirada codiciosa.

—Esa baratija podría aportaros todas las comodidades que pudieseis desear en mi alojamiento —ofreció de corrido, haciendo que todos diesen un respingo y centrasen su atención en él—. Vuestros caballos estarán bien atendidos y no os faltará de nada en la habitación... —en ese instante giró la cabeza y llamó a alguien—. ¡Mel! ¡Mel! ¡Maldita vaga, mueve tu esquelético trasero hasta aquí ahora mismo!

Unos pasos se escucharon a su espalda mientras el ogro sonreía satisfecho y, unos segundos después, una cara adolescente de grandes ojos marrones, enmarcada por una melena de color miel recogida a toda prisa en un moño suelto, asomó por detrás del enorme corpachón del ogro. Y captó la mirada inmediata de uno de los miembros del grupo.

Los iris de la muchacha se cruzaron un instante con los de Gaderion, que parecía haberse quedado clavado en el sitio al verla, y una sensación muy extraña recorrió su cuerpo, obligándola a apartar la vista de inmediato.

—¡Ah, ya estás aquí! —refunfuñó su amo, visiblemente molesto—. Asegúrate de tener preparada la habitación comunitaria que da al cortado para esta noche. Nuestros huéspedes estarán cansados...

—Todavía no hemos decidido si nos quedamos —lo interrumpió Aldin, carraspeando previamente para llamar su atención.

Pero el ogro mostró una amplia sonrisa que le dio muy mala espina.

—Por favor, jovencita, mira a tus compañeros. Estáis agotados de caminar todo el día y os puedo asegurar que Mel es una de las mejores cocineras que conozco...

Se volvió para dirigirle una mueca algo desagradable a su sirvienta, que agachó la cabeza y salió corriendo en dirección a las escaleras del fondo de la estancia, subiendo los peldaños de dos en dos. Aquello terminó de convencerlos de que no era el lugar, de que ya encontrarían otro sitio, pero al darse la vuelta comprobaron que estaban rodeados por un montón de ogros. Huir no iba a ser fácil. Pero por lo visto alguien del grupo ya tenía un plan en mente. O eso parecía.

—Le agradecemos su hospitalidad, señor —agradeció Gaderion al ogro mientras ponía un pie en el interior de la posada.

Sus compañeros se miraron indecisos, sin saber qué hacer; pero, en el momento que Rash empezó a gruñir amenazadoramente en dirección a su anfitrión sintieron que de verdad se estaban metiendo en un problema muy serio.

En ese instante, el ogro abrió mucho los ojos, espantado, y rugió en dirección al lobo:

—¡¡Fuera, bicho inmundo!! —bramó, agitando los brazos para espantarlo—. ¡¡Largo de aquí!!

Ral-Edir estuvo a punto de intervenir, preocupado por lo que le pudiese suceder a Rash; pero, para su completo estupor, el lobo agachó las orejas sumisamente a la vez que emitía un gemido lastimero, justo antes de echar a correr hacia la espesura como alma que llevaba el diablo.

El joven humano tragó saliva con fuerza. Sin su fiel compañero, no se sentía seguro entrando en aquella posada, pero una mirada de Veria lo hizo convencerse de que no tenían otra opción. Al menos, de momento. La encerrona había sido maestra. Así que, con paso vacilante, el ex oficial se dirigió hacia la puerta siguiendo cabizbajo a Gaderion, Alma y Aldin, que ya habían atravesado el umbral.

Las aelleris, por otro lado, tardaron algo más en entrar, dado que no sabían dónde dejar las monturas; pero, en ese instante, un muchacho de cabello oscuro y ojos claros como el cristal salió de los establos y se encaminó hacia ellas. Los caballos, al olerle, se encabritaron. Aún más cuando él trató de tomar las riendas que le cedían y tuvo que retroceder espantado.

Las dos hermanas, sin inmutarse, se aproximaron entonces como una sola y apoyaron una mano sobre la espalda de sus monturas, susurrándoles suavemente. Los dos animales se tranquilizaron como por ensalmo y el mozo las observó boquiabierto. Las muchachas mostraron sendas sonrisas triunfales antes de pasarle las riendas de dos caballos totalmente mansos.

—No tardes en dejarlos encerrados, o se te volverán a escapar —le aconsejó Madia guiñándole un ojo cómplice—, están poco ramaleados todavía.

Y dicho esto, ambas se encaminaron hacia la posada, dejando al chico estupefacto. Sin embargo, al notar que los dos caballos comenzaban a ponerse nerviosos de nuevo, optó por dirigirse rápidamente hacia las cuadras para estabularlos lo antes posible. Aunque una idea seguía rondando su cabeza desde que echó a andar hasta que por fin se pudo dirigir de nuevo hacia la sala común.

Una vez allí, se puso a limpiar la barra y las jarras dejadas por los últimos parroquianos, que habían abandonado el establecimiento hacía rato, sin dejar de observar a los huéspedes. Los cuales, en ese momento, disfrutaban de una comida abundante hecha a base de sobras; el truco estaba en la cantidad de especias que llevaban, que hacían parecer cualquier birria un plato decente y recién hecho.

El sirviente suspiró para sus adentros mientras sus iris claros se clavaban en las dos extrañas susurradoras de caballos. Había algo curioso en ellas, aunque no tenía ni idea de que era. Pero pensaba averiguarlo.

Si es que tenía tiempo.



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En el texto hay: adolescentes, misterio, viaje

Editado: 14.01.2023

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