Landeron Ii: los límites del mundo

Deshonra sobre los míos

«Así que esto es lo que queda de mi antiguo hogar», se lamentó interiormente Xelanya.

Se encontraba a apenas cinco kilómetros de distancia de Lar, a medio camino entre la frontera de la yerma llanura que quedaba a su espalda y la primera línea de granjas de la ciudad. Aunque, a aquella hora de la noche y sin apenas luna que iluminase los antaño orgullosos campos élficos, el frescor de la brisa, mezclado con la tensión de una batalla incipiente, hacía que la joven elfa se estremeciese más a menudo de lo que le gustaría.

Bajo sus piernas, el caballo araíno se revolvió, tironeando de las riendas con impaciencia. Eran animales extraordinarios: finos de apariencia, pero recios de constitución; con una capacidad de curación y resistencia al esfuerzo envidiables hasta para los grandes corceles de guerra sahedanos, con los que combatían los humanos del oeste de Landeron.

«Ahora, al menos tenemos un enemigo común», pensó la muchacha sin alegría. Su montura seguía caracoleando, por lo que la hija mayor de lord Karan de Lar pasó sus dedos sobre el costado del fino cuello para tranquilizar al animal mientras su mente seguía divagando, los ojos fijos en la silueta dormida de una ciudad ahora cedida a la oscuridad.

Xelanya se mordió el labio, preocupada. Desde su rescate en las Columnas del Infierno, algo en lo que prefería pensar lo menos posible, Lord Karan había decidido mostrarse como un aliado abierto de Lord Thaeder y, tras su asalto a Elivísiän, capital del reino, había declarado una guerra sin cuartel a todo Istërea. Con la ayuda de Baldranel y ella misma, la reina Vervania había logrado sofocar los intentos de rebelión de Ivítina, la región minera del sur; de Araín al suroeste, en la frontera con Damsara y Gadar; y de toda la región pastoril que englobaba la capital por un lado y circundaba Lar, por el otro. Lar, el núcleo maligno que había que erradicar a toda costa.

La joven comandante tragó saliva mientras acariciaba sin querer su cinturón élfico. Aún no terminaba de creer lo que le había contado Baldranel: que se trataba de la estrella de Aniwan, el Tesoro de los elfos. Y tampoco es que hubiese conseguido que hiciera nada extraordinario.

Sacudió la cabeza, confundida como cada vez que pensaba en ello. Que la portadora fuese la mayor traidora de los últimos años a su raza... No, rectificó. Ese honor sin duda le correspondía a su antaño querido padre.

—¿Mi señora? —preguntó un oficial con respeto desde el suelo. Se había acercado con tal sigilo que ni siquiera Xelanya, la antigua Noviriel Karanïe, tan absorta como estaba en sus reflexiones, lo había escuchado llegar. Al comprobar que ella le prestaba atención, el curtido elfo se cuadró y agregó—. Estamos listos.

Xel se obligó a volver al mundo de los vivos de una vez por todas.

—¿Todos en posición?

El oficial asintió.

—Sí, señora.

La aludida lo imitó.

—Bien —aceptó, con un nuevo escalofrío involuntario que procuró disimular en la medida de lo posible—. Adelante, pues.

«Que comience la batalla».

* * *

—Están preparados —anunció Lord Karan, asomado a la ventana.

La aprensión que sentía se hacía patente en cada temblor de sus manos, en su pose rígida y en su forma de girarse nerviosamente, cada dos por tres, hacia la oscura figura sentada a sus espaldas en un cómodo diván.

Lord Thaeder, por su parte, apenas se inmutó. Inclinó la barbilla, bebió de un trago lo que quedaba en su copa de vino lareño, descruzó las piernas y se puso en pie con la elegancia de un gato negro.

—¿Cuántos son? —quiso saber, sin alzar la voz, mientras se aproximaba para situarse junto a Lord Karan y poder otear el horizonte.

—Calculo que unos doscientos soldados de Vervania y una cincuentena de traidores a nosotros —escupió el elfo, con nervioso desagrado—. Apenas nos quedan defensas... Aparte de "ellos", mi señor —se excusó entonces, girándose hacia Thaeder. Pero, para su sorpresa, este mostraba una extraña sonrisa. Una que Lord Karan solo había visto en una ocasión, apenas un año antes... y que hizo que su pulso se acelerase sin quererlo—. ¿Mi señor?

Thaeder, sin embargo, no contestó enseguida, sino que pasó un brazo por los hombros del señor de la ciudad y, con la otra mano, hizo un gesto que cubría todo el horizonte de Istërea:

—Karan. Hazme el favor. Echa un vistazo más allá. ¿Qué ves? —pidió.

El elfo, intrigado, obedeció sin rechistar bajo su mirada de obsidiana.

—Veo lo que antes era mi ciudad, medio reducida a escombros —reconoció, algo apenado—. Y todo por... —echó una mirada de reojo a Thaeder para comprobar el efecto de sus palabras, pero su perfil se mantenía estático—. Esa maldita mocosa...

En ese instante, Thaeder esbozó una picuda sonrisa. Apenas un espasmo, pero claramente visible.

—Mi querido Karan —le dijo, girándose hacia él—. Afortunado tú, que no tendrás que ver la destrucción completa de Lar. Pero no temas, sí verás mi victoria muy pronto.

El elfo abrió mucho los ojos, asustado ante lo que el mago oscuro le decía. Pero no pudo moverse ni siquiera cuando el delicado filo se deslizó por su piel o antes de caer al suelo como un fardo inerte.

Mientras tanto, Thaeder escuchaba ya el fragor de la batalla comenzando en un barrio cercano.

* * *

La ausencia de luna nunca había sido un problema para los elfos. Entre sus muchas cualidades, se incluían un fino oído y una visión en la oscuridad que solo llegaba a su punto álgido en el caso de aquellos cuyas almas habían sucumbido a la negrura. Pero Baldranel Finarien, el exiliado, el guardián de Mehyan, solo deseaba acabar con estos últimos... y cuanto antes mejor.

En realidad, tenían sospechas de su participación en las batallas libradas hasta la fecha en Istërea, creyéndose así también que escondían gran parte del arsenal con el que combatía el enemigo. Pero, hasta la fecha, solo eran eso: sospechas.



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En el texto hay: fantasia aventura y magia

Editado: 14.01.2023

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