Landeron Ii: los límites del mundo

No tuve alternativa

El tiempo parecía haberse detenido entre aquellas cuatro paredes mientras Êgan, Melsedra y su madre moribunda permanecían estáticos, sin hablar y sin apenas mirarse entre ellos. Tras el breve intercambio de frases entre Mel y la condesa, se había instalado un incómodo silencio entre los tres, solo roto por alguna tos ocasional de la mujer postrada en la cama. No era especialmente mayor: sus cabellos dorados todavía conservaban el brillo de la juventud y pocas arrugas rodeaban sus ojos cansados o sus pálidos labios. Su rostro, vuelto hacia la ventana, parecía tratar de imbuirse de sol sin conseguirlo del todo, como si aquel fuese el último remedio para su enfermedad.

—Me detestáis, ¿verdad? —preguntó entonces Ayma de Gaemar, apenas un graznido agotado que devolvió a sus hijos a aquella extraña realidad.

Mel y Êgan se miraron, indecisos. ¿Qué podían responder a aquello? ¿Cómo detestar a alguien a quien ni siquiera recordaban antes del descubrimiento de la joven gadarath en Mehyan, nueve meses atrás? En realidad, antes de eso apenas se habían preocupado de otra cosa que no fuese sobrevivir día a día. Pero, llegados a aquel punto...

—Eso ahora no importa... —quiso empezar Mel; tratando, sin saber por qué, de evitarle mayores sufrimientos a su madre.

Pero su mellizo, con una súbita frialdad, la interrumpió con una sencilla constatación:

—Nos abandonaste.

Melsedra le dirigió una mirada ardiente de advertencia; pero, para su sorpresa, Ayma palmeó en ese instante su mano, instándola a no responder.

—Tienes razón, hijo —admitió con sencillez—. Pero, créeme... No me dejaron muchas más alternativas.

—¿Entregar a tus propios hijos, madre? —la reconvino Mel sin dureza, tratando de entender su abandono sin conseguirlo—. ¿A los ogros?

Ayma, rendida, mostró una leve sonrisa cargada de culpabilidad.

—Si por mí hubiese sido, preferiría haber muerto cautiva de los ogros que entregaros —agregó entonces, sobresaltando a ambos.

—¿Cautiva...? —apuntó Êgan, pálido, como si no hubiese escuchado bien—. ¿Qué significa...?

Ayma tosió antes de tragar saliva con dificultad.

—Vuestro padre —explicó sin entrar en más detalles—. Fue un intercambio: vosotros por mí. Según él, para mantener la paz... Y lo cierto es —suspiró, dolorida— que desde entonces hemos disfrutado de paz en Gaemar. O, al menos, la que Gönar nos permite —ironizó con amargura.

—¿Padre está aquí? —interrumpió entonces Mel, como si no hubiese escuchado las últimas frases de su madre.

Ayma, tras voltear el rostro para encararla sin violencia, negó con un nuevo suspiro.

—Murió justo hace ocho meses —relató, para sorpresa de Mel—. Querida, cuando llegó tu carta... creí que no podía ser posible. Que Aden debía tener algún plan más allá de su profecía para reunirnos... —una pequeña lágrima asomó a la comisura izquierda de su ojo a causa de la emoción, al tiempo que alzaba la flaca mano para tratar de acariciar la mejilla de su hija. Mel, tras un milisegundo de vacilación, se dejó—. Qué ironía que a vuestro padre lo matara una escaramuza con los ogros.

Êgan soltó una carcajada bronca sin poder evitarlo. Desde luego, toda una coincidencia.

—¿Te hizo feliz, madre? —preguntó, llamándola con aquel apelativo por primera vez.

Ayma pareció reflexionar.

—No estoy segura —reconoció, antes de fijar sus ojos verdes en los de su hijo—. Lástima que no hayamos podido conocernos en una ocasión más propicia, ¿cierto?

Mel y Êgan suspiraron sin querer. Sí, eso también era una gran verdad. Sobre todo, si no había sido Ayma quien los había entregado voluntariamente.

—¿Hay algo más que podamos hacer por ti? —quiso saber el joven moreno, sentándose sobre la colcha bordada que cubría el colchón de plumas—. ¿Qué necesitas?

Su madre lo observó con renovada intensidad. Después, volteó la cabeza e hizo lo mismo durante varios segundos con una tensa Mel. Pero, al final, se relajó y señaló con sencillez a un cajón cercano.

—Tráeme los documentos que hay ahí, hijo. ¿Quieres?

Êgan obedeció, extrayendo un fajo pequeño, aunque algo abultado e irregular, para tendérselo a su madre. A tiempo, rescató el pequeño paquete que cayó de entre los pergaminos. Mientras su madre tomaba estos entre los flacos dedos, Êgan contempló con extraña admiración lo que había caído entre los suyos. Estaba envuelto en terciopelo; pero, al retirarlo, apareció una delicada peineta de color azul con zafiros engarzados formando una mariposa.

—La mariposa de zafiro —jadeó Ayma, tendiendo la mano para tomar la joya y atraerla hacia su rostro—. El regalo más preciado de los gadarath.

—¿Regalo más preciado? —preguntó Mel, estremeciéndose. No sabía por qué, pero aquello le sonaba extrañamente familiar—. ¿No será...?

Calló, insegura. Pero, por algún motivo, su madre adivinó sus pensamientos casi sin esfuerzo.

—¿Un Tesoro? Sí, en efecto —asintió cuando vio cómo Mel se llevaba las manos a la boca y Êgan abría unos ojos como platos, con el rostro del color de las sábanas—. El de nuestra raza. Veo que sabéis de lo que hablo... —Mel asintió despacio y Êgan, incapaz de articular palabra, imitó con suavidad el gesto de su hermana un segundo después. Ayma suspiró mientras sostenía la peineta con mimo entre los dedos—. Ha pasado de generación en generación de nuestra familia, desde siempre. Los reyes de Gadar siempre pensaron que algo así no podía conservarse de manera pública en manos de la Corona y prefirieron entregarla a nuestros antepasados. Por ello —agregó tendiéndole la joya a su hija—, sé que vosotros cuidaréis de esto con todo el mimo que ello implica... cuando yo no esté.

Mel, que había albergado una extraña ilusión, se sintió des-inflada en un instante mientras tomaba la peineta con infinito cuidado entre sus manos. Cuando ella no estuviera... No era justo haberla recuperado y volver a perderla tan pronto.

—¿Estás muy mal, madre? —quiso saber Êgan.



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En el texto hay: fantasia aventura y magia

Editado: 14.01.2023

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