La Diosa Olvidada
Hubo un tiempo en que su nombre era sagrado.
Los templos se alzaban en su honor, las estrellas se alineaban para formar su silueta en el firmamento, y las oraciones cruzaban los cielos como cometas.
Pero los humanos olvidan.
Y cuando el olvido se vuelve más fuerte que la fe… hasta una diosa puede desaparecer.
Lyrenelle abrió los ojos en la cima de una montaña desierta. Su cuerpo flotaba sobre una losa de piedra agrietada por los siglos, rodeada de estatuas rotas y pétalos marchitos. El viento cantaba un lamento, como si el mundo entero llorara su ausencia.
No recordaba quién era.
No recordaba por qué lloraba.
Solo sabía que algo dentro de ella se deshacía con cada segundo.
—Has dormido durante eones, mi señora —susurró una voz suave, femenina.
Era una joven vestida con harapos, con los ojos bañados de devoción. Acariciaba la piedra del altar con ternura.
—¿Quién… eres tú? —preguntó Lyrenelle, sentándose débilmente.
—La última sacerdotisa —respondió ella—. Mi familia ha protegido este santuario generación tras generación. Nunca dejamos de esperarte.
Pero no quedaban creyentes. No quedaban oraciones.
Y una diosa sin devotos… se desvanece.
Lyrenelle bajó la vista hacia sus manos: se estaban volviendo transparentes.
—¿Por qué estoy… desapareciendo?
—Porque el mundo ya no recuerda tu nombre —dijo la sacerdotisa—. Pero yo sí. Y juro… juro que haré que el mundo te vea otra vez.
Un trueno rasgó el cielo.
Algo oscuro despertaba en el valle… algo que se alimentaba del olvido, del caos… algo que había tomado el lugar de los dioses antiguos.
Y que no quería que Lyrenelle recordara quién era realmente.
La niebla descendió desde las montañas como un susurro antiguo.
La joven sacerdotisa, llamada Irae, guió a Lyrenelle por las ruinas de su antiguo templo. Las paredes estaban cubiertas de musgo y grietas, pero en lo más profundo, aún brillaban fragmentos de su antiguo poder.
—Aquí es donde caíste —dijo Irae, señalando un cráter en el centro del santuario—. Los cielos temblaron cuando los humanos te abandonaron. Dijeron que tus bendiciones eran silencios… que ya no necesitaban a los dioses. Y entonces…
—…fui olvidada —murmuró Lyrenelle, con los ojos llenos de ecos.
Pero el olvido no es muerte.
Solo es… pausa.
Esa noche, Lyrenelle soñó con una figura envuelta en sombras doradas. No tenía rostro, pero su voz resonó como un trueno suave:
—Tu nombre es poder. Tu memoria es fuego. Y tu corazón… aún guarda al mundo.
Despertó sobresaltada, y frente a ella… estaba él.
Un joven de mirada intensa y vestimenta antigua. Su voz era suave, pero en sus ojos brillaban siglos de conocimiento.
—Lyrenelle… —susurró—. Por fin.
—¿Quién eres? —preguntó ella, alejándose.
—Tu guardián. El único que te recuerda… por completo.
Pero Irae no confiaba en él. Lo llamaba Aether, y decía que no tenía sombra. Que apareció en el templo la noche en que la luna sangró.
—Mi señora —dijo Irae con voz temblorosa—. Ese hombre… no es humano. Y si guarda tus recuerdos… ¿por qué no los ha devuelto?
Lyrenelle comenzó a dudar.
Entre sus sueños y su presente, algo no encajaba.
Y una pregunta la perseguí
¿Acaso me olvidé a mí misma para proteger algo… o a alguien?
La niebla trajo voces.
Las estatuas comenzaron a moverse.
Y desde el horizonte, un antiguo ejército se acercaba. No eran humanos. No eran dioses.
Eran los Usurpadores del Olvido, criaturas que se alimentaban de la fe rota, de los rezos olvidados, de los nombres arrancados de la historia.
Y buscaban devorarla.
El cielo sangraba un rojo pálido cuando los Usurpadores del Olvido llegaron. Eran sombras sin rostro, cuerpos formados de antiguas plegarias que jamás fueron escuchadas. Gritaban con voces rotas, retorciendo palabras que alguna vez fueron sagradas.
—¡Están aquí! —exclamó Irae, con un sudor frío en la frente—. Vienen por ti, mi señora… porque aún hay algo dentro de ti que les pertenece.
Lyrenelle cerró los ojos.
Dentro de ella… una chispa ardía.
Un recuerdo sellado.
Un nombre.
Pero no el suyo.
Otro.
—¿Aether…? —lo miró fijamente—. ¿Qué me estás ocultando?
El joven sonrió con tristeza.
—Tu caída no fue provocada por los humanos, Lyrenelle.