Las 100 rosas azules

Rosa/08: El jardín de los sueños

Aeris

Despierto de otro día bonito…

o quizá de un sueño.

Soñé con el jardín que Aric y yo construimos ayer.

Creo que me estoy enamorando de Aric, pero siento como si no fuera la primera vez que me pasa.

Sentada sobre la cama, con los pies extendidos, dejo que el sol que atraviesa mi ventana reluzca sobre mi rostro mientras permanezco en un estado disociativo. En lo alto de mi mente repaso cada detalle del sueño. Sé que amo soñar, pero no dentro de mi mente: amo soñar en mi imaginación, en un sueño donde realmente pueda vivir.

Mi mirada deja de perderse en la nada; pestañeo y recupero la conciencia de que ya es de día.

—Es de día —mi voz tiembla con una esperanza suave.

Levanto la cobija y, casi sin pensarlo, me pongo las botas.

—Voy a salir afuera… quiero ver a Aric —balbuceo mientras ajusto los cordones de mis botas negras.

Salgo sin tender la cama; las botas apenas están bien puestas. A eso lo llamaba mi imperfección perfecta. Abro la puerta de mi hogar y salgo lo más rápido que puedo, dejándola azotar detrás de mí. Los cristales tiemblan.

—Ups.

A un lado de mi casa está la barda que divide la mía de la de Aric: la suya azul marino, la mía morado pastel.

Este chico ama todos los colores que no se pase de un gris azulado.

Aric carga una cubeta pequeña de agua. Se ve ocupado. Aún no me nota. Me quedo de pie observándolo un rato… pero ni así se da cuenta.

Empujo la puerta negra de metal —demasiado pequeña, deja ver mis pies y parte de mi rostro—. Rechina como si le hubieran puesto aceite recientemente, solo que sigue sonando un poco.

—Aric, ¿qué estás haciendo? —cierro la puerta.

Él me mira justo cuando riega.

—¡Ay! —exclama, y la cubeta cae junto a sus pies.

—Me hiciste tirarla mal… aparte me mojé los pantalones —dice apretando la tela empapada.

—¿A poco te distraigo? —pongo mis manos atrás, me mezo hacia adelante y atrás, presumiendo una inocencia infantil que no sé si tengo… aunque infantil sí soy.

—Vienes cuando no sé que estás despierta —responde.

Aric riega una plantita diminuta, apenas una hoja asomando en un hueco de tierra. Me agacho en cuclillas.

—¿Qué tipo de planta es? Solo se ve una hojita.

—Es un trébol. De la suerte… o tal vez no.

—¿Y por qué tal vez no? —frunzo el rostro.

Aric sonríe desde arriba.

No sé por qué, pero tiene una sonrisa bonita… elegante. Todo en él es elegante. Uff.

—Porque no todas las personas creen lo mismo —dice.

—Pues yo sí lo creo.

—Yo también. Además, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Es primavera nueva, de abril. Los primeros tres días tienen mejor energía para plantar un trébol de la suerte.

—Eso es maravilloso —me levanto apoyando las palmas en las rodillas—. Vas a ver que tendrás mucha suerte.

—Vamos al jardín. Hoy soñé con él —digo emocionada.

—¿Y qué soñaste? ¿Puedo saberlo?

—Si vamos, te cuento.

—Me convences. Vamos.

—Si tu casa está aquí físicamente… ¿dónde está la cueva?

—Programo todo para que esté de diferentes maneras, incluso si es difícil de ver —dice subiendo los tres escalones de la entrada.

Abrimos la puerta y entramos.

—Una vez dentro, estamos en la cueva. Solo hay que abrir la puerta correcta.

—Ohh… es muy interesante todo lo que haces. Quisiera aprender —comentó mientras observo su casa, tan llena de buen gusto.

—En la puerta cero uno —señala la de enfrente— entramos a la cueva.

Pasamos junto a un mantel de seda azul rey con bordes dorados.

Esto es elegante…

Aric abre la puerta café con el número dorado. Al abrirse, reconozco la cueva: la misma, familiar, viva.

—Sí que eres programador. ¿Cómo haces para entrar a un lugar que es otro… o el mismo?

—Un día podría enseñarte.

—¡Sii! No puedo esperar más —susurró emocionada.

Abre otra puerta que conecta al jardín… y a la vez a un desierto templado. Pero aquí el clima es perfecto.

—Hice que el sol absorbiera el calor de la arena, no al revés —explica.

—Es cierto. Enero y febrero son tan calurosos que queman la piel. Nos escondemos del sol tapándolo todo con cajas…

—Allá está la cueva de la rosa azul —señala—. Aunque yo le digo el jardín de la rosa azul.

—Sí… la primera vez estaba todo negro, negro. Y ahora se ve claro.

—Es un efecto que hago. Cuando está en mantenimiento, todo se ve claro. Cuando está en épocas de marchitarse, bloqueo los receptores. Así permanecen intactas cada primavera… aunque no siempre tengo un jardín ahí.

Me guiña un ojo. No sé si me oculta algo… probablemente sí.

Entramos, y las flores que plantamos ayer ya florecieron, casi como si hubieran recibido un aceite especial. Las de Aric son azules con blanco rayado; las mías moradas con blanco.

—¿Qué vamos a hacer hoy, si ayer plantamos flores?

—Plantar tréboles —dice sacando una bolsita de semillas.

—¿Se vale pedir deseos mientras las planto?

—Como quieras. Hay cosas buenas y malas en la nueva primavera según lo que plantes… y lo que marchita.

—¿Y los tréboles también son azules y morados?

—No, son verdes —ríe, sabiendo que conmigo todo es posible.

Aric reparte la mitad de las semillas.

—Te doy la bolsita. No quiero que ninguna caiga al piso. Atraería mala suerte.

Alzo la mano para recibirla.

—¿Me cuentas tu sueño?

—Sí —susuró

Mientras lanzamos semillas, empiezo:

—Soñé con este jardín. Tu cueva era muy chiquita, como casita de muñecas. Pase por allí con facilidad, me levanté y te vi a ti muy grande… y también me vi a mí, muy chiquita. Nos mirábamos y hablábamos. Luego crecí… y estábamos nosotros dos, pero no podían verme ni siquiera yo misma. Era como si sobrara en ese lugar.

Desapareció todo eso en el sueño y comenzo a verse que pasaban días y días y está jardín cambiaba mucho, por el cuidado que le dimos,




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