Capítulo 2
Sin verlo venir
Como era de esperar, la tuve con mi hijo Éric cuando llegó al día siguiente, quien, nada más levantarse del sofá ⸻después de discutir conmigo⸻, se fue de casa dando un portazo. Cerré los ojos, negando con la cabeza. «Cualquier día, me lo cargo», solía pensar, rechinando los dientes por la impotencia que me causaba su comportamiento.
Era lunes, así que la pescadería de Elena estaría cerrada. La llamé por teléfono. A pesar de sonar varios tonos, no lo cogió. Pensé que estaría liada limpiando la casa. No le di importancia y me puse a recoger la mía.
Llegó el mediodía, y aunque en el grupo habíamos estado charlando para vernos en el café, Elena no decía nada. Me extrañó, pero decidí no importunarla. Por el momento.
Compré en las tiendas de siempre y charlé con sus comerciantes haciendo barrio,que me encantaba. Pasadas unas horas, Quimeta me llamó para decirme que el teléfono móvil de Elena no daba tono. La situación no me gustaba nada. Así que las chicas y yo quedamos en la esquina de la calle de Elena para ir directamente a su casa. Aquello pasaba ya de claro a oscuro. No era normal.
En menos de un cuarto de hora estábamos las tres en la puerta de la pescadería en busca de nuestro cuarto miembro.
—¿Tampoco os ha contestado aún? —les pregunté a las hermanas cuando llegaron a mi altura. Las dos lucían la misma cara de preocupación que yo.
Ambas negaron con la cabeza.
Me acerqué al portal y llamé varias veces al interfono, sin respuesta. Nos mirábamos entre nosotras, sabiendo que algo estaba pasando, aunque ni de lejos atinábamos qué.
—Le ha ocurrido algo —verbalizó Quimeta aquello que nadie se atrevía a decir.
Asentí con la cabeza. Todas teníamos copia de las llaves de las casas de las demás, sin embargo, ninguna de nosotras las llevábamos encima.
Cogí el móvil y llamé a quien sabía que estaría en casa, o cerca: mi hijo Éric.
—Cariño, necesito que me traigas las llaves de Elena ⸻le ordené en cuanto me contestó.
—¿Ahora? —dijo de mala gana.
—Sí, hijo, ahora. No sabemos nada de ella desde ayer domingo, no contesta al móvil y tampoco abre la puerta —le expliqué mientras me temblaba la voz.
Se hizo un silencio entre nosotras y al otro lado del teléfono.
—Voy —dijo mi chaval en tono serio.
Entretanto, seguíamos intentando que abriera la puerta mientras Éric traía las llaves de la casa de Elena.
Quimeta cruzó la calle y examinó las ventanas, observando que las persianas estaban bajadas a cal y canto. Pepi, por su parte, me miraba al borde de un ataque de nervios, con las manos entrelazadas en el pecho. Creo que rezaba en silencio.
—Igual está en la cama por la migraña —sugirió Pepi mientras miraba hacia las ventanas, para después toparse con mis ojos.
—Quizá —dije incrédula.
En ese preciso momento, di un repullo al atisbar a lo lejos que mi Éric venía con su patinete eléctrico a toda leche. Al verme, alzó la mano moviendo las llaves, mostrándolas.
Llegó hasta nosotras.
⸻Gracias, precioso —le dijo Quimeta, dándole un beso en la mejilla.
Éric podía tener muchos defectos, pero quería a las chicas con locura.
—¿Sabéis ya qué le pasa? —nos preguntó el niño al darme las llaves.
Negué con la cabeza.
Muy nerviosa, fui probando, hasta que di con la que abría el portal. Tras abrirlo, entramos en tromba. Subimos las escaleras lo más rápido que pudimos. Llamé a la puerta con insistencia, con fuerza. Pero nada.
—Abre ya, Juli —suplicó Pepi mientras yo golpeaba con puñetazos la madera.
Al abrirla, un espantoso silencio nos invadió. Sentí un escalofrío que me atravesó el cuerpo.
Estaba todo a oscuras a pesar de ser pleno día. Todo cerrado: ventanas, persianas, tal y como había comprobado Quimeta hacía un rato desde la calle. Nos quedamos allí paradas, bajo el dintel de la puerta, aunque ya estaba abierta de par en par. Nos miramos entre nosotras. Éric estaba allí, al margen, a la expectativa de lo que estaba sucediendo; en el fondo, creo que algo asustado.
Entré en el piso, llamándola varias veces en voz alta, sin obtener respuesta. Nos adentramos hasta el salón, aún a oscuras. Ni rastro.
—Aquí no hay nadie ⸻comentó extrañada Quimeta mientras subía la persiana del comedor.
Fue entonces cuando al entrar la luz vimos a Elena tirada en el suelo, pálida como el mármol e inconsciente.
—¡Dios mío! —voceó Pepi, llevándose las manos a la boca.
Quimeta gritó del espanto.
Me agaché para tocarla; estaba tibia. Le busqué el pulso. Creí notar algo.
—¡Una ambulancia! —bramé a la vez que intentaba incorporarla, apoyando su espalda en mi regazo. Mi hijo se llevó su móvil a la oreja para llamar a emergencias.
Quimeta se agachó a mi lado y recogió un papel que Elena aún llevaba en la mano. Era una carta certificada del fondo buitre que la acosaba. Pepi se arrodilló a nuestro lado, mostrando varios blísteres de pastillas vacíos y una botella de vodka también vacía.
—Hay más en la cocina —dijo llorosa, refiriéndose a las pastillas y al alcohol.
—¡Ya vienen! —exclamó mi hijo. La ambulancia ya se acercaba—. ¿Está muerta? —preguntó con un hilo de voz.
—No lo sé —contesté, alzando mi mirada llorosa. Empecé a moverla y llamarla, sin resultado.
Quimeta se puso a llorar. Pepi y yo no tardamos en sucumbir al llanto. Miré a Éric, quien me observaba con los ojos anegados en lágrimas mientras yo sujetaba a Elena.
El sonido del interfono nos interrumpió, abstrayéndonos de la angustia. Mi hijo corrió a abrir la puerta y en un momento estaban allí los sanitarios, pidiéndonos sitio y atendiendo a Elena aún en el suelo.
—Tiene el pulso débil, pero está viva —nos informó un sanitario bajo nuestras preocupadas miradas.