Las anécdotas de una abuela triste

Capítulo I

Antier platiqué con la abuela y me contó un chiste, pero no sonrió. Ayer platiqué con la abuela y me contó una tragedia, pero no lloró. Hoy platiqué con la abuela, pero ella no habló. Dijo que no todos los chistes son graciosos ni las tragedias tan amargas; habiendo tragedias bonitas pese a estar sujetas a uno que otro pesar. ¡Dijo tantas verdades que creo que en alguna de ellas me regateó una que otra mentira! Y yo, creyendo pensar que en el acto amar radicaba la perfección innata del sentimiento, resumiéndose en despertar junto a él para siempre con una disponibilidad absoluta y descarada para pedir al sol que regresase después para otorgarle a la luna y estrellas medio turno más, en lo que los besos se apaciguaban y las caricias comenzaban por irse desapegando de las tremendas ganas de aferrarse y estrujarse en un baño de estrellas que fácil entraban por la ventana. Pues bien, me vine a topar con la disolución de mis creencias vagas, cuando la abuela narró el sentimiento desde el ángulo de la convivencia, tiempo y costumbre; haciendo que viere a tal, como a cualquier otra cosa que entre mortales enferma, se cura o muere. De amor no se vive, cariño, ni de besos se respira. Expresó cuando pregunte si no le pesaba vivir sin él. Ella, fingiendo ser fuerte, disimuló el dolor que en su interior albergaba, pero ser fuerte cuando se ha ido alguien que representa recuerdos buenos no es fácil, no es algo que haya salido directamente de sus labios, pero me lo ha demostrado las noches en las que la he encontrado por casualidad flaqueando en el cuarto.




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