Las anécdotas de una abuela triste

Carta I

La juventud llenó mi cama de placer, pero el tiempo fue pasado hasta que las arrugas de las sábanas blancas se fueron aplacando volviéndose amarillas, y tu rostro el de una vieja y tu mente la de una niña. Jugábamos a amarnos cada vez que el sol se posaba en la orilla de otro continente. Tu veías las estrellas por la ventana, y yo, las descubría en tu mirada. Eras sirena del mar mediterráneo del bobo corazón que se fue avalando a ti. Ayer, hace sesenta años creía que la única manera de morir iba ser el día en que tu murieras, porque yo siempre iba morir por ti. ¡Pero venos hoy! Aquí estamos. Sigo emocionándome ante ti, la causa y efecto de amar tu mirar, nunca agotándome por los años que te amé a derrocha. No has muerto para que me esté hoy muriendo, y es ahí cuando comprendo que a nosotros los mortales no solo nos acaban los sentimientos de arrepentimientos y dolores, sino más bien una maniobra de tiempo y contratiempo que pasa cual cometa, y a este pintoresco poeta, ya ves, por vez primera la realidad le está tocando la puerta. Entonces todo pasa tan rápido mientras las óseas figuras van decayendo cuando las sepulturas tan ingratas se van abriendo para enterrar a los viejos cuerpos. Recuerda corazón que sigue latiendo, las muchas cartas que escribí en el tiempo que el amor me hacía grande. Recuerda cuando tu querías un ramo de rosas y no teniendo el dinero te regalé mi corazón y cincuenta y siete años de amor, conflicto y verso. Recuérdame y que tu melancolía no te toque las lágrimas, a menos que no sea de alegría por liberarte de este viejo loco del que tu mamá siempre decía que no te convenía. Léeme viejita de los ojos bellos y no te agotes encarcelándote en recuerdos.




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