Las anécdotas de una abuela triste

Capítulo III

Había ocasiones en las que se quedaba sentada por horas, exactamente en el mismo sitio, el mismo día de la semana. Era como estudiar una estatua perfecta: muy bien talladas esas lágrimas de tristeza, tan perfeccionados esos muslos acabados. La figura de una dama que se transmutaba sin darse cuenta en una anciana amargamente dulce. Era un placer verla las veces que fueran necesarias. Me podía pasar sin ningún problema, dos, tres, cuatro horas minuciando cada parte de lo que un día fue nuevo y en ese momento se encontraba acabado de la manera más hermosa posible. En un momento, cuando la observaba con una intimidad absoluta, pensé con toda profundidad que el buen cuerpo y los buenos ojos se van al carajo, lo comprobé el día en que la ví por más de dos horas teniendo en cuenta que verla no era perder el tiempo porque el tiempo se iba con ella, se iba de mis manos cada día por ese amor que se fue sin ella pero llevándosela. Me devastaba imaginar que pronto no estaría y ello hacia que apreciará más su presencia. ¡Y la veía más y más! hasta que la viejita se hartaba y volteaba hacía mí enfurecida diciendo ¡Ya! Me reía y le negaba. Entonces se levantaba e iba a regar las plantas mientras le seguía como quien tiene miedo a perderla, hasta que nuevamente decía ¡Ya! Le volvía a negar y esta se encolerizaba por ser tratada como vieja bruta, sin saber que era tratada como tesoro que se está perdiendo. ¿Qué tanto miras, estúpida? Yo pegaba la carcajada y seguía negando hasta que veía que sus ojos se acristalaban tanto que me obligaban a preguntar —¿Estás llorando por el abuelo? —No estoy llorando por ese viejo, estoy llorando por mí, porque ese viejo no está; estoy llorando porque en mi vida pasada podía jurar que no tenía sentimientos y de alguna manera ese viejo terco los encontró con esa necedad de joven traumante, con... con esa insistencia irrevocable y el convencionalismo de que cada quien tiene un por quien luchar, llorar y reír. En ese tiempo yo era jactanciosa, me preguntaban en donde tenía escondidos los sentimientos, y yo misma, que me pertenecía, no lo sabía, mientras él de alguna manera, si es que no vivían o dormían, los resucitó o despertó. ¡¿Qué, cómo los encontró?! Viniéndose a postrar todas las tardes en el asfalto, ¡en ese! señalaba ¡Ese que ves fuera de la reja! Se ponía con una guitarra vieja que no sé a dónde jodidos había ido a conseguir, se ponía con la sonrisa de esquina a esquina como si esa tarde no lo mandaría a la fregada, lo mandaba todos los días por la misma dirección, ¡porque claro!, yo quería a un guapo para tener hijos guapos... ¡Qué voy andar llorando por ese viejo si era horrendo! Yo le decía que no y él decía que sí; yo veía a los de ojos bonitos y él hacía que mis ojos leyeran cosas bonitas. Cuando quería no querer por él quise, quizás porque supo encontrar el punto exacto de lo que me gusta, el único que entendió que me llevaba mejor con los que me llevaban la contraria. Nos agarrábamos de pelos, nos gritábamos lo que no queríamos, y pese a eso y a que nunca nos dijimos te amo, sobrevivimos al caos porque lo sentíamos con las ganas de llorar de niño en cuna. Aunque sé admitir que se lo susurraba una que otra vez, él prefería escribírmelo, pero nunca lo dijimos a voz fuerte... ¡Que importaba! Nunca fue un impedimento para que no lo supiéramos, nos enseñamos a que no siempre es necesario decirlo sino sentirlo, porque en ocasiones lo que no se siente se dice y lo que se siente se calla, así nos manejábamos... —Su voz comenzaba a perder fuerza, pero de qué sirvió, mira que hacerme la cabronada de irse cuando yo ya estaba por irme, suspiró. Ya hace mucho que dejé de llorar por él, regresó a responder mi pregunta, ya desde hace mucho que estoy llorando por mí, porque es mentira esto de que las almas se encuentran en un punto, porque sé que cuando cierre los ojos solo va haber tranquilidad y no él, y aun así quiero irme ya para probar encontrarlo, regañarlo y que él ría, ¡pero que lento está esto de no irme!




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