Las anécdotas de una abuela triste

Carta II

Ese día lo recuerdo, siendo una chiquilla inquieta que quería lo que no estaba tan al alcance. Una variable de atrocidades, buscar el prototipo atroz de la estupidez, ver los puntos cardinales de la belleza táctica. Qué bueno que mandaste al carajo toda esa lista de perfeccionismos, nunca hubiera entrado ahí, ni siquiera tanteando la suerte de la parte inmensurable del cosmos y sus astros que juegan de vez en cuando a favor de nosotros los mortales en la tierra. Te agradezco el que por mí lo hubieses hecho. Agradecer el que vieras más allá de estos ojos miopes y el cuerpo larguirucho de un joven que ya hace tiempo se acabó. Prometí amarte, lo recuerdas, amarte tanto que no olvidases mi nombre cuando la vejez se volviese traicionera, espero para suerte del cuarto menguante que así sea, aunque a fin de cuentas quien nos traiciono fue esta tonta noche que hace que la gente tan de pronto se haga vieja, quizás sea un mal decir mío, y en realidad el enemigo fue la indiferencia de no habernos dado cuenta que de año en año la caducidad nos venía tocando la puerta, hasta que dentro de poco los viejos huesos se hacen polvo y los cuerpos comienzan a despojar el alma por desgracias de la existencia, por el tonto del padre Adán con la madre Eva. Léeme viejita de mis ojos bellos, hazlo con esos ojitos que ahora se invaden en arrugas y aun así siguen asimilandose como esas estrellas que de lejos alumbraron hasta el día de hoy el caminar de mi existencia




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